sábado, 22 de junio de 2019

Las insuficiencias de la fotoprotección

Todos los veranos, autoridades sanitarias, dermatólogos, fabricantes de fotoprotectores, de gafas solares, chanclas y sombrillas recuerdan la necesidad de protegerse del sol. Para un observador imparcial -un extraterrestre que asistiera por primera vez al espectáculo-, el panorama le parecería algo incongruente: miles de personas que inundan playas y piscinas para tomar el sol y broncearse pero que embadurnan sus cuerpos para evitar los peligrosos rayos ultravioletas; algo así como sentarse vestido con una armadura frente a un fiero león. Paradojas del ser humano que inventa sin cesar formas de paliar sus excesos placenteros.

En la Grecia clásica ya usaban aceite de oliva contra las quemaduras, y los antiguos egipcios, una mezcla de extractos de arroz, jazmín y plantas de lupino. El ungüento antisolar de óxido de zinc se utilizaba en la medicina hindú y lo mencionan Dioscórides y Avicena. Los primeros protectores solares sintéticos aparecieron en 1928 y el primero que se comercializó lo introdujo en 1936 el fundador de L’Oreal, el químico francés Eugène Schueller. En 1944 el aviador y farmacéutico estadounidense Benjamin Green elaboró el Red Vet Pet para los soldados del Pacífico, que Coppertone mejoró y popularizó años después. En 1946, el químico austriaco Franz Greiter presentó Gletscher Crème (Crema para glaciares), base de la empresa Piz Buin, llamada así en honor a la montaña en la que Greiter acabó con algunas quemaduras. En 1974, Greiter adaptó los cálculos previos de Friedrich Ellinger y Rudolf Schulze e introdujo el ‘factor de protección solar’ (SPF), que se ha convertido en el estándar mundial. La Gletscher Crème parece que tenía un SPF de 2. Desde entonces, esta industria no ha dejado de prosperar gracias a la moda de los baños de sol.

A pesar del uso cada vez más generalizado de la fotoprotección, el cáncer de piel sigue en aumento: casi 100.000 casos al año en España y unos tres millones en Estados Unidos. Por fortuna, la mayor parte son carcinomas espinocelulares o basocelulares, menos letales que los melanomas, a su vez altamente curables si se detectan a tiempo. Aunque reduzca el peligro de cáncer de piel, la fotoprotección, en contra de lo que algunos piensan, no está específicamente destinada a ese cometido, sino a evitar las quemaduras por la exposición excesiva. Sociedades médicas y expertos, según se recoge este mes en la revista Undark, advierten por eso de que no se debe usar la protección solar como si fuera un escudo invencible. Sobre todo porque no hay pruebas sólidas de esa prevención del cáncer de piel, como concluía en febrero pasado una revisión de la Universidad de Connecticut publicada en Journal of the American Academy of Dermatology: “Solo hay cuatro estudios prospectivos sobre el papel de la protección solar en la prevención del cáncer de piel”, escribían los dermatólogos Reid A. Waldman y Jane M. Grant-Kels.

Su análisis encontró pruebas de que la fotoprotección previene los carcinomas espinocelulares, pero no los basocelulares. Solo un estudio abordaba el melanoma, y en él, las personas que se aplicaban protección solar diariamente durante los cuatro años del ensayo tenían un riesgo del 1,5% de desarrollar melanoma diez años después frente al 3% de las que no se protegieron, una diferencia no muy significativa. Quizá porque en el melanoma, como en otros cánceres, influyen la genética, los nevos o lunares, los patrones de exposición solar (regular, intermitente, de alta intensidad, etc.), la tonalidad de la piel y las mutaciones aleatorias.

Estudios sobre seguridad y efectividad en fotoprotección

Waldman culpa del aumento de cánceres de piel en el último medio siglo a las cabinas bronceadoras de rayos UV, al mayor número de veraneantes y al fenómeno conocido como ‘abuso de protección solar’: el empleo de un SPF de 50 o superior puede hacer creer a la gente que está protegida, aumentando así su tiempo de exposición solar y, por tanto, el riesgo de cáncer de piel. Nadie duda de la necesidad de la fotoprotección en la piel expuesta, pero la ciencia que la rodea no es tan rigurosa como la de los medicamentos. En un editorial publicado el mes pasado en la revista JAMA, Robert Califf, de la Universidad de Duke, y Kanade Shinkai, de la Universidad de California en San Francisco y director de JAMA Dermatology, afirmaban que “los usuarios de protectores solares suponen que las compañías que fabrican y venden estos productos han realizado estudios básicos sobre su seguridad y efectividad”, cosa que no es muy cierta. En el mismo número de JAMA, un equipo de farmacólogos de la FDA estadounidense comprobó en 24 adultos que cuatro ingredientes activos que se usan en los filtros solares (avobenzona, ecamsule, octocrileno y oxibenzona) se absorben en el torrente sanguíneo en niveles que exceden los umbrales establecidos por la FDA, lo que apoya la necesidad de estudios adicionales, sin que signifique que las cantidades absorbidas sean dañinas.

Ya se sabía que algunos de estos ingredientes provocan reacciones alérgicas y otros, como la oxibenzona, afectan a las hormonas sexuales (parece además que la disolución de estas cremas en los mares altera el metabolismo de la fauna acuática). En febrero, la FDA propuso nuevas regulaciones que obligarían a los fabricantes a analizar 12 ingredientes para ver si se absorben en la sangre por encima de un umbral específico. Si lo son, como lo sugiere el citado estudio, los fabricantes deberán efectuar pruebas para ver si aumentan el riesgo de cáncer o causan problemas reproductivos o de desarrollo. La FDA también ha clasificado al óxido de zinc y al dióxido de titanio, utilizados en los filtros solares minerales, como “seguros y efectivos”, eximiéndolos de pruebas adicionales pues no penetran en la piel. Las nuevas reglas estadounidenses, que ya se aplican en Europa, también exigen que los productos con un SPF de 15 o más proporcionen protección de amplio espectro, es decir, contra la radiación UVA, que penetra más profundamente en la piel, y la UVB, la de las quemaduras. Las incertidumbres no deben disuadir ni mucho menos de usar el ungüento veraniego, pero sí alentar investigaciones que consoliden y mejoren la eficacia y seguridad de los fotoprotectores.

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