
En España hay 24.658.356 mujeres en total. Y para todas y cada una de ellas lo de la evidencia científica en lo tocante a los ensayos clínicos no aplica igual que si fueran hombres.
En los ensayos, como ya saben, se testa la efectividad, la seguridad y otras mil cosas relacionadas con el uso de un fármaco. Pero en el momento en el que una mujer toma un fármaco para una patología cardiovascular o neurodegenerativa, desconoce que no cuenta con todo el respaldo de la evidencia, cosa que sí ocurriría cuando el caso es el de un varón. Y estamos hablando de más de la mitad de la población, ojo.
¿Y esto por qué se produce? Sencillo: la probabilidad de que ese producto en concreto se haya testado en ensayos clínicos en hombres, prescindiendo de una representación significativa de mujeres, es altísima. Y aunque el ensayo diga que funciona de tal o cual modo, lo de que vaya a funcionar igual de bien o mal en mujeres por arte de birlibirloque no parece muy del método científico. Que el fármaco es seguro está fuera de toda duda; que sea igual de efectivo en hombres que en mujeres, pues no.
El agujero negro de la ciencia en este tema es abrumador. Todo viene de una concepción un poco regulinchi, no les voy a engañar: a mediados del siglo pasado alguien consideró que testar fármacos en mujeres tenía muchos riesgos porque se podían quedar embarazadas y era preciso evitar que hubiera daños en los embriones o fetos.
Parece razonable y lo es hasta cierto punto. Todos estamos de acuerdo en proteger la salud de la mujer embarazada y de su hijo. Pero, ¿por qué en lugar de buscar un modo de incorporar a la mujer con seguridad, lo que se hizo fue borrarla de los ensayos?
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