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martes, 31 de marzo de 2020

Incertidumbre y prudencia

opinión
Redaccion
31/ 03 / 2020
Tribuna
Al menos cuatro farmacéuticas trabajan en el desarrollo de una vacuna.
Madrid ya no realiza pruebas para confirmar covid-19 a los casos que presentan síntomas leves.

Asistimos a un considerable revuelo, más o menos justificado. Uno, que sabe que no es un profeta, se acuerda ahora del chiste  aquel que dice: “Va uno en un coche con la radio puesta que dice que un loco circula en dirección contraria por la autopista…”. Ahora no toca seguir conduciendo. Ahora toca atender las recomendaciones de las autoridades sanitarias porque seguramente es lo menos malo -con licencia- que podemos hacer. Discutirlas puede generar más confusión de la que hay, que ya es demasiada.
Atenderlas, pero de la forma más inteligente y sensata posible, claro. Y hay que hacerlo para que los eventuales efectos indeseables de las medidas preventivas no nos lleven a un caos peor que el atribuible a la epidemia. Es imprescindible que cada uno de nosotros asuma sus propias responsabilidades individuales, lo que requiere algo más que la ciega obediencia, como nos recuerdan Vicente Ortún y Salvador Peiró en la web Nada es gratis.

Andreu Segura, médico Epidemiólogo y expresidente de Sespas
Andreu Segura, médico Epidemiólogo y expresidente de Sespas

De ahí que convenga priorizar aquellas recomendaciones que más claramente pueden sernos benéficas: no acaparar alimentos, no utilizar abusivamente los servicios sanitarios, no exagerar las precauciones hasta extremos de fetichismo y xenofobia, ni sucumbir a las tentaciones de catastrofismo y el pánico, como insiste tan juiciosamente María Neira, la directora de Salud Pública de la OMS. Porque algunas de nuestras reacciones pueden tener peores consecuencias que las que atribuimos a la infección por el SARS-CoV-2, como advertía en un artículo publicado recientemente Juan Gervás.

Cuando se supere la situación -aunque tal vez con la tranquilidad recuperada perdamos interés- será el momento de las valoraciones; si realmente era o no para tanto. Por ejemplo, comprobando si ha habido o no un exceso de mortalidad por todas las causas, lo que nos dará una idea menos sesgada del impacto real, aunque, en caso de que no se constate, habrá quienes estén convencidos de que se lo debemos a las medidas tomadas, sin considerar otras explicaciones tan verosímiles y quién sabe si más ciertas. Claro que si se constatara un incremento de la mortalidad también habrá quien lo atribuya -de nuevo verosímilmente- a los efectos indeseables indirectos de las medidas preventivas, aunque en ese caso tal vez se produjeran más lentamente. Quizá sea de interés otra consideración, aplicable a situaciones similares que probablemente se presenten en el futuro. La pérdida de credibilidad universal de las iglesias -las que mediante la fe de sus creencias acceden a la verdad- nos predispone a buscar alguna alternativa confortable como la fe en la ciencia. Aunque se trate de un oxímoron. Fe y ciencia pretenden conocer, pero la ciencia no proporciona certezas definitivas, que son cosa de la fe. Lo que en modo alguno supone menospreciar el conocimiento científico, sin el cual andaríamos todavía más desorientados.

La papeleta más difícil

Descargar todas las responsabilidades en los expertos no solo es ética y políticamente discutible sino que, bien mirado, tampoco es lógico. Aunque acostumbran a saber bastante, incluso mucho, de algo, el objeto de su conocimiento es específico, una pequeña parte del problema. Lo que es de mucha ayuda, pero casi nunca aporta toda la solución. En clínica, por ejemplo, el conocimiento científico es imprescindible pero no basta para ayudar a los pacientes a curarse o a convivir con sus enfermedades lo mejor posible. En salud pública también es indispensable, pero no sustituye otras habilidades y compromisos necesarios, por lo que no debe usarse como sucedáneo de abordajes interdisciplinarios y compartidos. Además, el conocimiento científico necesita tiempo para contrastarse y asentarse, y la dinámica de las epidemias es más compleja de lo que parece. 

Ni siquiera los especialistas en salud pública que, en principio, son los que deberíamos ser más competentes, tenemos los suficientes conocimientos ni experiencia como para proponer las mejores medidas, que, además, nadie puede garantizar a priori que sean las adecuadas. Y tampoco hay muchos salubristas. Lo que no obsta, como recordaba David Sackett, para que -a veces- reclamemos atención con una arrogancia impertinente.

Los gobernantes tienen la papeleta más difícil porque, hagan lo que hagan, habrá quien se lo reproche. Algunos convencidos de que tienen una mejor solución, otros para ver si pueden desbancarlos. Pero lo cierto es que nadie puede presumir de certezas y seguridades. Ni vale tampoco suponer qué hubiera pasado si... los medios de comunicación hubieran tratado de modo distinto la situación, si... se hubieran tomado medidas más drásticas o incluso si... no se hubiera tomado ninguna. Tales especulaciones no nos llevan a ninguna parte.

Aunque sea muy deseable, tampoco está claro si somos, o seremos alguna vez, capaces de afrontar con sensatez y serenidad la incertidumbre y la ignorancia, aun cuando una y otra -ignorancia e incertidumbre- sean compañeras ineludibles de las sociedades humanas, particularmente en el ámbito de la salud y la enfermedad. 

Lo que no tiene que ver con el fatalismo y la resignación, características que no ayudan a superar tribulaciones e infortunios. En cambio sí pueden sernos útiles la tenacidad y el coraje y, sobre todo, la prudencia, en el sentido aristotélico del concepto, es decir, saber sopesar los pros y los contras de cualquier situación y que cualquier decisión inexorablemente comporta.

*Este artículo se recibió el 19 de marzo

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