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lunes, 3 de mayo de 2021

El hospital es la casa del amor

opinión
saradomingo
Lun, 03/05/2021 - 08:00
'Diana', la revista de las Terapias Avanzadas
No se puede asistir al declive de un ser humano sin preguntarse por cómo estamos viviendo nosotros
No se puede asistir al declive de un ser humano sin preguntarse por cómo estamos viviendo nosotros

Dos de la madrugada. Suena mi busca y bajo a oncología. Voy molesto -lo confieso-, puesto que acababa de conciliar el sueño. Esta vez se trata de un hombre de unos 50 años con un bigote muy cuidado y la cabeza afeitada. Sus piernas están muy abiertas de forma un tanto extraña; la sábana, por alguna razón, está salpicada de sangre. Con marcado acento andaluz, la enfermera me dice que ya le han sedado

Pablo d’Ors. Sacerdote, autor del libro ‘Biografía de la luz’ editado por Galaxia Gutenberg
Pablo d’Ors. Sacerdote, autor del libro ‘Biografía de la luz’ editado por Galaxia Gutenberg

El momento en que el capellán hospitalario entra en la habitación de un enfermo es siempre muy importante, quizá el más importante de todos. Porque es ahí donde se juega si la familia del moribundo -ahora llamado terminal- te dará o no credibilidad, si tu presencia podrá servirles de ayuda o si, por el contrario, les afligirá más. Porque, si bien pueda parecer extraño, los rezos no siempre sosiegan a los familiares y amigos del enfermo. A veces, por el contrario, les desaniman más y provocan que su llanto se desate. Las palabras religiosas son para ellos las que más les ayudan a tomar conciencia de la gravedad del instante. En este sentido, las palabras religiosas son para ellos sinónimo de palabras para la muerte.

Así me pareció en el caso de aquel hombre llamado Honorio. No creo que se pueda ver a un tipo morir y luego irse tranquilamente a dormir. Yo, al menos, nunca he podido, O quizá sí, pero la verdad es que el sueño, en esa circunstancia, no se deja conciliar con facilidad.

La compañera de Honorio, de cabello grasiento, tenía el rostro desencajado. Por su tremenda agitación, no sabía qué hacer con su cuerpo. De manera que se incorporaba y sentaba a cada rato, o incluso iba de un lado al otro de la habitación sin un propósito concreto. No caminaba como quien da un pequeño paseo, sino como quien busca algo que no encuentra o, mejor, como quien se levanta para buscar algo que olvida en cuando empieza a buscar. Daba casi más pena ella que el propio moribundo. Pocas veces he visto unas facciones en las que pudiera leerse el desasosiego con tanta claridad.

Junto al lecho había también dos mujeres más -las hermanas-, y un hombre, probablemente el esposo de una de ellas. Con ese hombre y con una de aquellas mujeres estuve conversando largo rato al terminar la plegaria, junto al ascensor de la tercera planta. La mujer estaba envenenada y endurecida. Dijo una y otra vez que Honorio había sido una mala persona, un egoísta; dijo que se daba a la bebida y que nunca quiso saber nada de los demás. Nacemos para morir, sentenció, y yo, ¡pobre de mí!, no encontré fuerzas para rebatirla. 

La atención que dispensaban los profesionales de la salud fue casi siempre ejemplar

La enfermera andaluza estaba detrás y nos escuchaba sin intervenir. Era muy joven. El hombre, por su parte, hablaba con las palmas de las manos en los sobacos, como si tuviera frío. Dijo que lo mejor era que Honorio muriera cuanto antes. Eran las tres de la madrugada y yo conversaba con una mujer envenenada (“también yo he tenido lo mío, no se crea”, dijo para terminar) y con un hombre que en ningún momento sacó las manos de sus sobacos. Al cabo, me retiré a mi habitación, preguntándome si este oficio de acompañar el paso a la otra vida, en la que siempre he creído, no me quedaba demasiado grande.

No se puede asistir al declive de un ser humano, a su partida de este mundo, sin preguntarse por cómo estamos viviendo nosotros, los que nos quedamos unos años más, sin atreverse a ponerse entre interrogantes, sin asumir el riesgo de la crisis. Durante la década en que fui capellán hospitalario en el Ramón y Cajal, la vida fue muy generosa conmigo, ofreciéndome mil y una oportunidades, distintas o parecidas a la que acabo de relatar, para crecer como persona. Confío en que algo bueno de mí haya podido dar a todos aquellos con quienes compartí mi tiempo, mis palabras y, sobre todo, mis silencios y mi afecto. Muchos de ellos, la mayoría, sin saberlo, me dieron muchísimo, me enseñaron a vivir. Hoy soy quien soy en buena medida gracias a mi paso por el hospital. No sería quien soy si no hubiera conocido el dolor de primera mano. Cuando ahora paso junto a un hospital, sé que esa no es tanto la casa de la muerte como la del amor, pues nunca he visto tanto amor como en el hospital en el que trabajé como capellán. La atención que vi que dispensaban los profesionales de la salud a los pacientes, en particular las enfermeras, fue casi siempre ejemplar. Todos los días quedaba admirado por su entrega. Siempre he sostenido, y aquí quiero dejar constancia de ello, que para mí que ellos eran los verdaderos sacerdotes y yo, en cambio, su aprendiz. 

'Diana', la revista de las Terapias Avanzadas

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