Siguiendo la prensa de estos días hemos podido leer la noticia de Liliana, una joven de 20 años, testigo de Jehová, que ha decidido asumir su riesgo de muerte antes que contravenir su creencia, que le impide asumir transfusiones de sangre o hemoderivados, indicación clínicamente necesaria en su caso.
Liliana llevaba varios días con fuertes dolores abdominales. Una gastroenteritis, dijeron los médicos en un primer momento. Pero el dolor no cesaba. Dos días después del primer diagnóstico, la joven, de 20 años, ingresaba en el hospital San Jorge de Huesca con una peritonitis. Tras varias intervenciones permanece en coma inducido en la unidad de cuidados intensivos del centro sanitario. Su hemoglobina está por los suelos, pero los médicos no pueden hacerle una transfusión de sangre. La joven, que es testigo de Jehová, firmó un documento de voluntades anticipadas por el que rechazaba ese acto médico por motivos religiosos. Los facultativos enviaron un informe médico al juzgado de primera instancia, pero la juez archivó el caso: la joven es mayor de edad y firmó ese documento en plenas facultades. Liliana lleva 13 días con sedación profunda. La familia recurrió para invalidar el testamento vital. Pero ha sido en vano. El propio hospital envió un informe médico -donde se incluía el documento de voluntades- al juzgado de instrucción número 1 de Huesca para que revisasen el caso, pero la juez archivó el asunto. Tampoco la Fiscalía intervino y descartó recurrir la decisión judicial. “Nada, que ella es mayor de edad, que el testamento es legal y válido. No hay nada que hacer”, lamentan fuentes cercanas a la familia.
¿A qué médico se le ocurriría obligar coactivamente a una mujer católica a abortar contra su voluntad, para preservar su vida, cuando el criterio de ella es contrario, aún a costa de morir?
Conviene dejar expuesto que este hecho, de haberse producido justo cuarenta años atrás en nuestro país, hubiera podido tener un desenlace bien distinto. Veamos por qué.
El Tribunal Supremo en su auto de 14 de marzo de 1979 confirmó la orden dada por un juez a un médico que acudió a aquel para ser autorizado a realizar una transfusión de sangre a un testigo de Jehová que, precisando de la misma se negaba a recibirla. En aquella época afloraba esta cuestión y el juez de guardia, a la antedicha solicitud del médico, envió al centro sanitario un telegrama del siguiente tenor literal: si el equipo médico considera necesaria la transfusión de sangre, que actúe de inmediato y si alguien opone resistencia, que pase a la comisaría. Bajo esta tesis se ha resuelto, en alguna ocasión, enviar por el juez de guardia a las fuerzas de seguridad para introducir al enfermo a la fuerza en el quirófano y obligarle a ser transfundido contra su voluntad. Se avaló la decisión judicial citada con el fin de evitar, se decía entonces, que el médico incurriera en cooperación pasiva al suicidio o en una omisión de socorro, a la vez que se encontraba justificado en la actuación solicitada por el estado de necesidad.
Este mismo Tribunal, en idéntica línea, declaró lícita la transfusión ordenada por un juez, a pesar de la cual el Testigo de Jehová falleció. El caso se recoge en los autos de 22-12-1983 y 25-1-1984.
Esta corriente tuvo mucha fuerza, incluso radicalidad, en épocas pasadas y así el antes citado Tribunal Supremo en su auto 369/1984 determinó que el derecho a la libertad religiosa, garantizado por la Ley Orgánica 7/1980 y por la propia Constitución, tiene como límite la salud de las personas. El matiz se encuentra, debo destacar, en que ha de referirse a la salud de los demás, es decir las otras personas distintas a las del sujeto cuyo derecho se trata de proteger. Con ello este argumento no es válido aquí y lo sería, por ejemplo, si se tratase de un líder de una secta religiosa que pretendiera imponer a sus seguidores conductas nocivas para su salud e incluso atentatorias contra su vida contra su voluntad, en situaciones críticas. En el caso de los Testigos de Jehová el tercero en escena no es el que ve peligrar su salud, sino quien se plantea coaccionar a alguien, en nombre de la ideología social dominante, a violentar sus convicciones religiosas.
El tema es de profundo calado pues se trata nada menos que de fijar los límites constitucionales de la intervención del Estado sobre los ciudadanos
En planteamientos simples se vino dirimiendo este dilema sin titubeos (bajo la antes mencionada tesis intervencionista del Estado), obligando al Testigo de Jehová, que rechazaba la transfusión por razón de creencias, a recibirla a la fuerza y con el único argumento de que el derecho a la vida es prioritario sobre el de creencias o libertad religiosa. Vida que se le imponía sobre sus creencias. Desde otro punto de vista se argüía que acceder a la pretensión de dejarlo morir podría constituir, incluso, una conducta penal típica de auxilio al suicidio en comisión por omisión, como he mencionado. Esta exposición tan elemental y aparentemente coherente veremos que no lo es tanto y que admite múltiples matizaciones e incluso puntos en contra.
El tema es de profundo calado pues se trata nada menos que de fijar los límites constitucionales de la intervención del Estado sobre los ciudadanos.
El Tribunal Constitucional en los fundamentos jurídicos 3 y 4 de la sentencia 20/1990 de 15 de febrero precisaba: Hay que tener presente que sin la libertad ideológica consagrada en el artículo 16.1 de la Constitución no serían posibles los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico, que se propugnan en el artículo 1.1 de la misma, para constituir el estado social y democrático de derecho que en dicho precepto se instaura. Pues bien para la efectividad de los valores superiores y especialmente del pluralismo político, es necesario que el ámbito de este derecho no se recorte ni tenga más limitación (en singular utiliza esta palabra el artículo 16.1. CE.) en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la Ley la libertad ideológica está reconocida en el artículo 16.1 de la Constitución, por ser fundamento, de la dignidad de la persona con los derechos inviolables que le son inherentes. Esta sentencia efectúa unos pronunciamientos que han servido, en nuestra trayectoria normativa y jurisprudencial, para consolidar la postura de respeto a la autonomía decisoria de las personas, cualquiera que sea el bien jurídico que haya en juego, incluso su vida.
Hoy, con la normativa vigente, de forma señalada la Ley 41/2002, Básica de Autonomía del Paciente, la decisión de un paciente adulto, mayor de edad, capaz y consciente, prevalece sobre la obligación del medio sanitario de preservarle la vida. Las declaraciones de rechazo de esfuerzo terapéutico hoy no son infrecuentes. Es la tesis autonomista, actualmente válida y sucesora de los planteamientos intervencionistas de épocas pasadas.
Desde el punto de vista del médico que considera vital la transfusión prescrita, tiene que proteger la vida de su paciente, conforme a la lex artis y en cumplimiento de los principios hipocráticos a que está sometido (al menos en un planteamiento tradicional de los mismos, de partida). Ello puede llevarle al criterio de salvar la vida en todo caso: en la urgencia médica con su criterio y amparado en el estado de necesidad y en cualquier otro caso aún en contra de la voluntad de su paciente libre y conscientemente manifestada. Hemos de aclarar que esto que parece tan evidente parte de un error de principio y es el no considerar el derecho personalísimo del paciente sobre su propio cuerpo. Si (olvidándonos del concreto caso de los testigos de Jehová) un enfermo decide, y así lo manifiesta a su médico, no prestar consentimiento a una intervención cualquiera (aún con riesgo alto o cierto de morir, de no practicarse aquélla) a ningún médico se le ocurriría intervenirle contra su voluntad, bajo la necesidad de preservarle la vida. El rechazo de una quimioterapia es un caso de frecuente aparición, por ejemplo. ¿A qué médico se le ocurriría obligar coactivamente a una mujer católica a abortar contra su voluntad, para preservar su vida, cuando el criterio de ella es contrario, aún a costa de morir?
Podemos caer en la tentación de pretender dar más valor al criterio de “idea socialmente preponderante” que a la autonomía de la persona afectada por este trascendental problema
El dilema del médico es que si no actúa, aparte de quebrantar su código deontológico (entendiéndolo en la forma tradicional) puede incurrir en un auxilio al suicidio; pero si transfunde en contra de la voluntad de un ciudadano capaz para prestarla podrá violar sus derechos constitucionales de libertad de creencias, aparte de entrar en el delito de coacciones. Esta, aparentemente, cuestión irresoluble, acaba normalmente en el ámbito judicial que, según tribunales y momentos, inclinaba o inclina la balanza a la prevalencia de uno de los dos valores en liza. A ignorar la voluntad del paciente, en su deseo de no incumplir su creencia, aún a costa de morir por ello, o a respetarla, en la actual posición normativa y jurisprudencial.
Si nuestro foco de atención lo fijamos, en lugar de en el médico, en el sujeto que rechaza ser transfundido en realidad no está decidiendo si quiere vivir, o no. Quiere vivir, como lo demuestra el hecho de que se somete a la asistencia médica y de que es persona que practica unas creencias que no abonan al suicidio. Quiere vivir pero no desea vivir a costa de lo que sea. Su apetito vital conoce el límite de su propia dignidad, que a su vez se sustenta en sus creencias. Si tiene que violentar éstas pierde su dignidad y así prefiere no vivir. No es un conflicto entre su deseo y la voluntad del Estado, en realidad es algo mucho más profundo. Se trata de la pugna entre sus creencias y su propio instinto de conservación.
La tesis maximalista, se encuentra hoy fuera de aplicación legal como hemos visto, pero es compartida aún por muchas personas, bajo el planteamiento de que el mal causado debe ser menor que el evitado (y bajo cuya tesis se posibilita transfundir coactivamente). Esta tesis, aparte de harto peligrosa, parte de un planteamiento absurdo, pues se autorizaría, a actuaciones contrarias a la voluntad del paciente, como hemos visto, por ejemplo a trasplantar un órgano, a la fuerza, a quien lo precisa, si se dispone de él y aún en contra de la voluntad de su receptor; o amputarle un miembro enfermo, sin contar con su voluntad o en contra de la misma.
Es muy frecuente que estas disquisiciones se planteen, con cierta visceralidad, sobre todo cuando se refieren a menores o incapacitados, en cuyo caso debemos someternos a planteamientos bien distintos. Se trata de aquellos supuestos que, teniendo en común la negativa a ser transfundido, sin embargo aquélla declaración de voluntad se emite por una persona capaz y consciente, pero respecto de un ser humano incapaz o inconsciente (temporal o definitivamente) y en lo que se refiere a la opción que estos últimos seres podrían ejercer respecto de su cuerpo, pero que por diversas razones no pueden llevar a cabo: menor edad, incapacidad mental o el propio estado transitorio de inconsciencia.
El respeto, en estos casos, a la libre elección entre los valores en pugna (libertad de conciencia y la vida) no es admisible, por cuanto que no puede invocarse, desde el principio de autonomía, al referirse a terceras personas decisoras, distintas de quien tiene el problema de salud. La decisión, en sustitución de la voluntad de otra persona, no puede hacerse usurpando aquélla en perjuicio de aquél en cuyo lugar se decide. Esto es meridianamente claro en el caso de los hijos menores, ya que el ejercicio de la patria potestad solo puede hacerse en beneficio de los menores y la formación religiosa, o de conciencia, que se les imparta debe de tener como finalidad, precisamente, el ir decantando una serie de principios y valores que cimienten su carácter para que, llegados a la edad adulta, ejerzan sus opciones y asuman las responsabilidades derivadas de las mismas.
La negativa de los padres a que su hijo sea transfundido, cuando lo precisare, constituye un abuso en el ejercicio de la patria potestad y una eventual responsabilidad penal en comisión por omisión, tipificada en las lesiones o el homicidio que pudiere resultar de la negativa a la necesaria transfusión. Es evidente que el médico, en estos casos, debe actuar, desoyendo la negativa de los representantes (con las precauciones y requisitos adicionales precisos) y proceder a la transfusión en defensa de la vida del paciente. Este comportamiento quedará avalado por la autoridad judicial, tanto en forma de autorización para actuar, si se solicitase con anterioridad, como después de la transfusión, si no se hubiera podido esperar, en invocación del estado de necesidad. En efecto, en aquellos casos en los que no exista urgencia y sea posible la demora se debe elevar el conflicto al Ministerio Fiscal, para que este, en ejercicio de las funciones que le atribuye su estatuto orgánico respecto de la salvaguarda de los intereses de los menores de edad o incapaces, pueda solicitar del juez las medidas de protección necesarias.
Respecto de los inconscientes, se trata del supuesto en el que un familiar, o un correligionario, deciden impedir la transfusión de alguien normalmente capaz y consciente, pero que, accidentalmente, carece de capacidad de consentir o disentir. Se ha dado el caso, incluso, de actuación positiva de impedir una transfusión ya comenzada, arrancando el catéter intravenoso del enfermo inconsciente. Aún menos duda, que en el caso de los menores, ofrece este supuesto, pues careciendo de ascendiente (patria potestad o tutela) sobre la persona inconsciente se está pura y simplemente ejerciendo un derecho personalísimo de aquélla y usurpando, por tanto, su libre decisión. El consentimiento dado en lugar del inconsciente carece de relevancia, pues solo es posible el consentimiento de sustitución en el caso que concurra el estado de necesidad y se emita aquél para salvar tal necesidad, cosa que aquí no ocurre, en lo que a la voluntad de sustitución se refiere, pues de lo que se trata con la emisión de la misma (en el caso de la negativa) no es salvar la situación de peligro grave e inminente, sino emitir una declaración volitiva que se supone venimos refiriendo.
Quiero concluir destacando que, enjundiosas cuestiones éticas y jurídicas aparte, qué duda cabe que juega aquí un papel importante el hecho diferencial, la marginalidad religiosa, el ser distinto a la mayoría. Podemos caer en la tentación de pretender dar más valor al criterio de “idea socialmente preponderante” que a la autonomía de la persona afectada por este trascendental problema. Parto de la base, naturalmente, de que la decisión es tomada en base a reflexión y criterio personal y sin influencias externas. El criterio que sustenta la gravísima decisión de dar más valor a las creencias que a la vida no está sustentado por la ideología dominante en nuestra sociedad y eso lo relativiza enormemente.. Queda demasiado lejos en el tiempo y por ello se olvida el hecho (considerado ejemplar, tradicionalmente en nuestra cultura religiosa mayoritaria) de la muerte de muchos mártires cristianos, por defender sus creencias, anteponiéndolas a la vida. Cuando esta misma elección se hace en base a creencias minoritarias, pierde evidencia.
Que quede claro que estoy comparando, pero no equiparando, a los mártires cristianos con los testigos de Jehová. En ambos casos se acepta la muerte por cumplimiento de las creencias, la diferencia se encuentra, en el terreno que ahora nos ocupa, en que a los seguidores de la última creencia citada se les acepta su voluntad de no entrar al quirófano, mientras que a los primeros citados se les tenía preparado (sí o sí, como se dice ahora) su encuentro con los leones.
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