¿Qué sentido tiene pasarse un tercio de la vida durmiendo? A pesar de las numerosas hipótesis y estudios, el sueño sigue siendo misterioso y paradójico: somos el homínido con el cerebro más grande y el que menos duerme. “¿Podría ser resultado de la selección natural que configura el sueño humano o una consecuencia negativa de los estilos de vida modernos que lo alteran?”, se preguntan Charles Nunn, profesor de Antropología Evolucionista y Salud Global de la Universidad de Duke, y David R. Samson, antropólogo de la Universidad de Toronto, en la web The Evolution Institute. Su respuesta es una compleja combinación de factores. Al analizar con métodos evolutivos el sueño de los primates, “descubrimos que los humanos duermen mucho menos de lo esperado: el modelo predice 9,5 horas, mientras que el valor observado es de menos de 7 horas. En ese tiempo se acumula un porcentaje de sueño REM mayor que el previsto. Los humanos parecen exhibir una arquitectura de sueño que promueve la intensidad, obteniendo así un descanso de mayor calidad en un periodo de tiempo más corto”. Los autores recuerdan que “los depredadores nocturnos y las amenazas de clanes rivales habrían hecho que dormir fuera especialmente arriesgado”; por eso, el sueño ancestral era fragmentado y menos refrescante que el moderno, más estable en sus ritmos circadianos cuando no hay amenazas a la vista.
Aun así, habríamos heredado cierta huella genómica: a los depredadores les habría sustituido el estrés psicosocial que alentaría la vigilancia y perturbaría el descanso. A pesar de disponer de camas más cómodas y temperaturas controladas, y de haber expulsado a los insectos de las viviendas modernas, en la sociedad actual amenazas distintas a la del tigre de dientes de sable o a la de una tribu caníbal impiden el sueño reparador, y algunos ya alertan de una creciente epidemia de insomnio. La iluminación artificial, los ruidos callejeros o vecinales y los dispositivos tecnológicos tienen parte de la culpa: facilitan la educación, el trabajo nocturno y la diversión, pero reducen el tiempo de sueño. Y no hace falta recordar que el déficit de sueño puede alterar el perfil fisiológico aumentando los riesgos de obesidad, cardiopatías, diabetes, neurodegeneraciones e incluso el cáncer, y debilitando el sistema inmune. En esa evolución onírica hemos cambiado los disruptores externos por otros autoinfligidos.
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