Amparada en la impaciencia del personal ante cualquier problema, la industria de los suplementos vitamínicos, herbales y dietéticos no para de crecer. Google, por ejemplo, registró más de medio millón de búsquedas de “saúco para resfriados” en el último año. Y las diversas fórmulas de vitamina D, melatonina y probióticos inundan farmacias y supermercados. Hace unos días, el Washington Post informaba de que un tercio de los niños de Estados Unidos toman suplementos dietéticos. Entre 2004 y 2014, el uso de suplementos herbales y no vitamínicos por parte de niños y adolescentes casi se duplicó, aunque no se sabe bien si les benefician o les perjudican. Sí se aprecian más casos de alergias e intoxicaciones. Cuando en 1994 entró en vigor la legislación por la que la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) de Estados Unidos solo interviene después de que tales productos ya están en el mercado, esta industria vendía unos 4.000 productos; ahora comercializa unos 80.000.
El hecho de que un producto se halle en los estantes no significa que sea seguro para los niños, ni siquiera que contenga lo que dice el frasco. La FDA ha retirado 12 suplementos dietéticos en el primer semestre de este año por etiquetado incorrecto o ingredientes no declarados. De los 977 episodios adversos registrados por la FDA entre 2004 y 2015 con estos suplementos, alrededor del 40% condujeron a hospitalizaciones, discapacidades y muertes. Los que prometen energía, pérdida de peso y desarrollo muscular son los más peligrosos. “No se ha demostrado que estos productos conviertan a nadie en un atleta olímpico o en el máximo anotador de su equipo”, decía Bryn Austin, de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard, al Washington Post. “Lo que sí se ha visto es que conducen a perjuicios graves cuando llevan ingredientes inseguros, algo bastante frecuente”. En un estudio publicado este año en Hepatology Communications, se analizaban 272 suplementos herbales y dietéticos asociados con lesiones hepáticas: el 51% contenían ingredientes no etiquetados.
Y el pasado julio, Annals of Internal Medicine publicó un macroanálisis dirigido desde la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, sobre la efectividad de 24 suplementos y dietas para prevenir la enfermedad cardiovascular. Los autores evaluaron nueve revisiones sistemáticas y cuatro ensayos controlados, que incluyeron 277 ensayos y 992.129 participantes. De los 16 suplementos y vitaminas considerados, solo dos mostraban algún beneficio: el ácido fólico y los ácidos grasos omega-3; el primero parece proteger contra los ictus, y los omega-3 reducen algo el riesgo de infarto y enfermedad coronaria, aunque menos de lo esperado. De las ocho dietas analizadas, solo la baja en sal ofrecía beneficios cardiovasculares. En Estados Unidos, el 52% de la población toma alguna vitamina o suplemento a diario y unos 19 millones de personas consumen suplementos mensuales de aceite de pescado.
Sobre este complemento, otra revisión de 83 ensayos controlados con un total de 121.070 personas con y sin diabetes publicada en agosto pasado por un equipo de la Universidad de East Anglia en British Medical Journal concluía que los omega-3 tienen muy poco efecto sobre la diabetes de tipo 2. “Se les ha dicho a los consumidores tantas veces que los suplementos de aceite de pescado promueven la salud cardiaca que se acepta como un hecho; pero no está respaldado por la ciencia”, comentaba en Scientific American R. Preston Mason, ex cardiólogo del Hospital Brigham and Women’s de Boston, y presidente de Elucida Research en Massachusetts. “La gente está desperdiciando su dinero en suplementos”.
La mayoría de los suplementos que se encuentran en el mercado, a diferencia de los fármacos de prescripción y ciertos medicamentos de venta libre (OTC), no han demostrado efectividad y seguridad en ensayos clínicos pues no están obligados a ello. El estudio de Annals es solo el último de un creciente cuerpo de evidencia sobre la eficacia de muchos suplementos. La confusión que generan las campañas de marketing no solo afecta a los pacientes. Una encuesta realizada por PublicMind, de la Universidad de Fairleigh Dickinson, en New Jersey, concluyó que, entre los médicos y farmacéuticos que habían recomendado un producto con omega-3, el 85% creían incorrectamente que recetaban sustancias aprobadas por la FDA. Ya se sabe que si algo se dice con la suficiente frecuencia, la gente creerá que es verdad.
De todos modos, los científicos van desinflando poco a poco esta burbuja terapéutica. A comienzos del año pasado una evaluación de Nutrimedia, un proyecto del Observatorio de la Comunicación Científica de la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona, en colaboración con el Centro Cochrane Iberoamericano, ponía de relieve la falta de datos fiables para afirmar que el consumo de productos de soja alivia los sofocos y otros síntomas asociados a la menopausia. Y el mismo centro concluía a finales de 2018 que no se puede establecer ninguna relación entre la ingesta de ajo y la disminución del riesgo de cáncer.
Y en cuanto al cerebro, Steven DeKosky, profesor de Neurología de la Universidad de Florida, escribía en junio en The Conversation que “aún no se ha podido demostrar que los antioxidantes administrados en forma de píldora mejoren o protejan la memoria de los ancianos”. Se ha observado que los altos niveles de antioxidantes presentes en los alimentos ayudan en los resultados a largo plazo, pero no ocurre lo mismo con los antioxidantes encapsulados. Las razones se desconocen. “Podría ser que los humanos hemos evolucionado para obtener sustancias beneficiosas de los alimentos, pero no de forma aislada. Puede haber dificultades para metabolizar las píldoras”. Por eso, “es mejor concentrarse en una dieta saludable y tal vez usar parte del dinero destinado a tales suplementos para comprar más frutas y verduras”, o disfrutar de unos canelones gratinados.
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