Durante los brotes de peste negra que diezmaron Europa en los siglos XVII y XVIII, se hicieron famosos los doctores de la peste, no tanto por sus habilidades curativas sino por unos atuendos especiales que más que calmar debían espantar a los enfermos. Diseñados, según las crónicas históricas, por el médico francés Charles de Lorme en 1630, consistían en una túnica de tela gruesa encerada, una máscara con agujeros con lentes de vidrio y una nariz cónica con forma de pico, que era rellenada con sustancias aromáticas -que protegían de los miasmas aéreos- y paja, que servía como filtro. Entre las sustancias podía haber ámbar gris, hojas de menta, estoraque (bálsamo), mirra, láudano, pétalos de rosa, alcanfor y clavo. El equipo incluía un bastón de madera para ayudar al examen del apestado sin tener que tocarlo, además de usarse como herramienta para infundir el arrepentimiento en el enfermo que lo pedía.
Aquel atuendo, extravagante y hasta risible, cobra mucho sentido y comprensión en las circunstancias actuales. Las mascarillas protectoras son hoy objeto de un gran debate mundial. Desaconsejadas por la Organización Mundial de la Salud y otros organismos sanitarios para la población sana, el ejemplo y los resultados asiáticos, donde en algunos países ya formaban parte de la vestimenta en casos de gripe o similares, están modificando opiniones y costumbres. Mientras el Gobierno español ultima su incorporación general, en Austria son obligatorias para cualquiera que entre en un supermercado, y para cualquiera que salga de su casa en la República Checa y en Eslovaquia. Y en los Estados Unidos, los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades estudian la posibilidad de modificar sus directrices contrarias al uso de mascarillas fuera del ámbito clínico o de entornos de riesgo.
Conversiones
Muchos expertos en salud pública ya se han convertido: "Al principio fui muy insistente en que la gente no necesita mascarillas", declara en The Atlantic Linsey Marr, que investiga la transmisión de enfermedades en el Instituto Tecnológico de Virginia. "Pero he cambiado de opinión debido a la creciente evidencia de que el coronavirus se extiende por el aire mejor de lo que pensábamos". Varios estudios han comprobado un radio de acción del SRAS-CoV-2 de más de dos metros en habitaciones de contagiados, así como la persistencia del virus durante varios días según las superficies donde haya caído, si bien no está claro si esos virus tienen mucha o nula capacidad de contagio ni la cantidad que se necesita para ello.
Nadie duda de su necesidad para atender a infectados, junto con gafas, guantes y traje protector, pero hay estudios y expertos que albergan cierto escepticismo. "El flujo de aire sigue el camino de menor resistencia, y si no entra a través de la malla de la mascarilla, puede entrar por el lado", afirma también en The Atlantic Lydia Bourouiba, una física que estudia las turbulencias hidrodinámicas en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. "Y no se sabe bien si protegen contra las gotitas más pequeñas".
La uva y el pomelo
El material utilizado en una mascarilla quirúrgica estándar (el tipo más común) reduce sobre todo la transmisión de bacterias, escribe Dan Formosa, investigador en diseños de Nueva York, en la revista Fast Company. “Un virión (partícula) de coronavirus es esférico, con unos 125 nanómetros de diámetro, frente a los 1.000 nm de una bacteria. Es una uva comparada con un pomelo. Una mascarilla quirúrgica no servirá de mucho para prevenir el paso de la partícula de coronavirus. Por eso las mascarillas FFP3 (N95 en otros países), que bloquean el 95% de las partículas en el aire, son el estándar de oro en los hospitales que tratan a pacientes de Covid-19”.
Formosa añade por otro lado la incomodidad de un objeto que no ha sido diseñado para los rostros reales de las personas. Muchos médicos solo utilizan una de sus dos ataduras para que no compriman tanto. “Además, atar las correas alrededor de la cabeza puede hacer que la mascarilla se frunza en las mejillas, abriendo espacios por encima de los pómulos que dan como resultado un flujo ascendente de aliento que empaña las gafas. Y hablar o bostezar deslizan la mascarilla hacia abajo. Biomecánicamente, el movimiento de la cara y el de la mascarilla no se alinean: el punto de pivote de la mandíbula está cerca de la oreja, mientras que la mascarilla se flexiona cerca de la boca”.
Con todo, no duda de su utilidad, tanto para impedir tocarse la cara como para frenar las gotitas que se expelen. Junto con su equipo, Formosa ha ideado algunas sugerencias tanto para las mascarillas quirúrgicas como para las N95:
-La mascarilla tiene que ser ajustable. Las narices estrechas presentan formas cóncavas, las anchas, convexas. La gente a menudo se la pone rápidamente, sin seguir esos contornos para sellar las áreas que son críticas para la protección.
-Las fugas de aire cerca de los ojos deben ser selladas. De lo contrario, provocan que las gafas se empañen (lo que hace que los usuarios se toquen la cara cuando intentan limpiarlas).
-Los materiales estirables, elásticos, son imprescindibles. Una mascarilla no flexible constriñe el movimiento de la mandíbula, lo que dificulta el habla y puede dar cierta sensación claustrofóbica. -La obstrucción visual debe minimizarse, sobre todo para el personal sanitario.
-La comodidad es clave. Médicos y enfermeros ya tienen bastante de qué preocuparse sin ser molestados por incómodas máscaras que necesitan usar durante horas.
-La estética importa. No es que sea una prioridad, pero los sanitarios con los que hablamos sí describieron como ‘ridículo’ el diseño de ‘pico de pato’ de algunas mascarillas.
Un símbolo incómodo
Ridículas o no, numerosos análisis parecen decantar el debate hacia cierto nivel de protección que confieren las mascarillas siempre que vayan acompañadas de otras medidas como el distanciamiento social y el lavado de manos frecuente. Por un lado, son un símbolo que recuerdan la amenaza exterior y obstaculizan tocarse la cara o chupar un boli, además de reducir la ansiedad social. Pero a veces pueden tener el efecto contrario. Joshua Santarpia, de la Universidad de Nebraska, cuenta en The Atlantic que cuando ve a alguien usando una mascarilla, esa persona la toca constantemente, la roza y la tira hacia abajo para limpiarse la boca o respirar mejor. "Son realmente incómodas y nadie las usa correctamente. En lugar de ser protectores, te has puesto en la cara algo que te hace querer tocarla más, o tocar el exterior de la máscara, lo cual puede ser infeccioso".
Aun así, y con sus distintos grados de protección según el material con que estén hechas, son mejores que nada. Según comentan Ka Hung Chan y Kwok-Yung Yuen, de las universidades de Oxford y Hong Kong, en el último número de International Journal of Epidemiology, “varios estudios realizados en la población general en Hong Kong y Pekín durante el brote de SRAS-CoV-1 de 2003 revelaron que el uso frecuente de mascarillas quirúrgicas en los espacios públicos se asociaba con una probabilidad de un 60% menor de contraer el SRAS en comparación con el uso infrecuente”.
El empleo generalizado de mascarillas también puede reducir otras enfermedades infecciosas, aliviando así la carga sobre un sistema sanitario muy estresado. De hecho, añaden Chan y Yuen, “Hong Kong, una metrópoli de 8 millones de residentes con alto riesgo de importar el SRAS-Cov-2 de China, está observando algunas de las tasas más altas del mundo en el uso de mascarillas, y ha experimentado la oleada invernal de gripe estacional más breve de los últimos cinco años durante la primera ola de la epidemia de Covid-19: cinco semanas frente a 12-18 semanas”.
Una última confirmación procede de un amplio estudio de la Universidad de Hong Kong que se acaba de publicar en Nature Medicine: tras analizar coronavirus humanos estacionales, virus de la gripe y rinovirus en el aliento exhalado y la tos de niños y adultos con enfermedad respiratoria aguda, el equipo de Benjamin J. Cowling concluyó que "las mascarillas quirúrgicas redujeron significativamente la detección de ARN del virus de la influenza en gotitas respiratorias y ARN de coronavirus en aerosoles, con una tendencia hacia la detección reducida de ARN de coronavirus en gotitas respiratorias”.
No son la panacea
Sin embargo, como señala el equipo de Michael Klompas, de la Universidad de Harvard, en el último número de The New England Journal of Medicine, “el enmascaramiento universal por sí solo no es una panacea. Una mascarilla no protegerá a los que atienden a un paciente con Covid-19 activo si no va acompañado de una higiene meticulosa de las manos, protección para los ojos, guantes y bata. Tampoco evitará que los sanitarios con Covid-19 incipiente contaminen sus manos y propaguen el virus a pacientes y colegas. Centrarse solo en el enmascaramiento universal puede, paradójicamente, conducir a una mayor transmisión de Covid-19 si desvía la atención de la implantación de medidas de control de más fundamentales”, como la detección y aislamiento de todos los pacientes sospechosos y de los sanitarios con síntomas, el análisis de los pacientes ingresados y de los que presentan síntomas leves (esto incluye pacientes con neumonía, dado que un tercio o más de las neumonías son causadas por virus en lugar de bacterias), el distanciamiento físico y la restricción de visitas.
El debate es también discutible ahora mismo, porque simplemente no hay suficientes mascarillas ni para los profesionales sanitarios, y mucho menos para todos los demás, hasta que la masiva producción en marcha atienda la demanda mundial. Quizá una de las motivaciones de las autoridades sanitarias para no generalizar el uso de mascarillas sea reservar las existencias limitadas para los trabajadores de la salud, más expuestos que nadie.
Todo apunta a que la mascarilla se convertirá en parte esencial de nuestra vestimenta. Pero ¿hasta qué punto protegen del coronavirus? Off José R: Zárate Offvia Noticias de diariomedico.... https://ift.tt/2RcGzp5
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