Rondaba el otoño de 2016 cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) lanzó un mensaje desesperado a la comunidad internacional instándole a elevar al menos un 20% los impuestos de los refrescos y bebidas azucaradas para combatir la epidemia mundial de obesidad y diabetes que, con cifras en la mano, dejaba claro que el sobrepeso afecta ya al 39% de la población adulta mundial y la tasa de obesidad crece a velocidad vertiginosa y se ha duplicado en el mundo en sólo 25 años.
La llamada de la OMS para poner coto al consumo de azúcar, fue semejante a la que a principios de siglo protagonizó sobre el tabaco y que acabó consolidándose en el Convenio Marco para el Control del Tabaco que ha guiado todas las políticas internacionales de espacios sin humo, alertas y prohibiciones de publicidad del tabaco.
La instancia a actuar de forma decidida con subidas de impuestos al azúcar coincidió en el tiempo con una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de la Unión Europea que prohibió presumir de las cualidades del azúcar y con un sonoro estudio publicado en JAMA que reveló que la industria del azúcar había estado pagando a investigadores de Harvard en la década de los 60 para que atribuyeran las crecientes enfermedades cardiovasculares y el cáncer al consumo de grasas en lugar de azúcar.
En ese caldo de cultivo, el Gobierno -por aquel entonces pero ya por poco tiempo- con el popular Cristóbal Montoro al frente de Hacienda anunció un impuesto al azúcar que nunca llegó a crear. Quien sí lo hizo fue Cataluña que desde mayo de 2017 decidió gravar los refrescos un incremento de sus impuestos de entre el 10% y el 20% según la cantidad de azúcar.
Recurso en tribunales
Las grades patronales de la alimentación y de la distribución decidieron recurrir el impuesto catalán alegando que rompía la unidad de mercado y que además había violado varios trámites legales.
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Hace tan sólo unos días el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña dio la razón a la industria y la gran distribución suspendiendo el impuesto catalán.
El Gobierno catalán, que ya ha anunciado que recurrirá la sentencia ante el Tribunal Supremo, ha reaccionado poniendo sobre la mesa un informe del Instituto Catalán de Evaluación de Políticas Públicas, que usa como base dos estudios -uno del CRES que cifra en un 15,4% la reducción del consumo de azúcar conseguida tras la implantación del impuesto y otro que acaba de presentarse en el Congreso Mundial de Economía de la Salud, en Basilea, que ve una reducción del 2,2% en el consumo de azúcar-.
A partir de estos dos estudios, el Gobierno catalán estima que en un horizonte de 10 años en el mejor de los escenarios (15,4% de reducción), el impuesto generará una ganancia de 2.828 años de vida ajustados a calidad y una reducción de gasto sanitario de 33 millones y, en el peor (2,2% de reducción del consumo), la ganancia en años de vida ajustados a calidad rondaría los 398, y el ahorro en sanitario los 4,7 millones. De un modo u otro, elGobierno catalán defiende con ello la utilidad del impuesto para mejorar la salud y reducir el gasto sanitario.
¿Debería en tal caso implantarse un impuesto de estas características con carácter nacional?
Ildefonso Hernández, de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (Sespas) , explica que “las evidencias a favor de imponer tasas a las bebidas azucaradas son suficientes. Son cada vez más los países, regiones y ciudades en todo el mundo que están introduciendo este impuesto con efectos en la disminución del consumo. Y en aplicación de un criterio de justicia, en el futuro cercano va a ser cada vez más frecuente que los productos que causen externalidades negativas en la salud de la población o en el medio ambiente tengan impuestos más altos para restituir a la sociedad por los perjuicios causados”.
Ayudar al consumidor ‘miope’
Esa es al menos la base en la que se ha apoyado la reivindicación de las sociedades científicas y la OMS para subir los impuestos de productos perjudiciales para la salud como el tabaco, y ahora también, las bebidas azucaradas. La argumentación se basa en la idea de que, el consumidor es un poco miope e incapaz de ver el coste futuro de sus acciones actuales, por lo que convendría ayudarle a verlo anticipando la situación con una subida de los precios actuales. Y porque, tanto el tabaco como los alimentos poco saludables, tienen un impacto importante en costes para toda la sociedad, no sólo para quien los consume.
Un estudio de Ángel López Nicolás estimaba, por ejemplo, hace algunos años en 115 euros el precio que debería pagar un español por un paquete de tabaco (en lugar de los menos de 5 euros que cuesta actualmente) para que realmente reflejara su coste futuro.
¿Cuánto debería costar una lata de refrescos para que realmente reflejara su impacto futuro? Todavía no se ha calculado, pero las sociedades científicas insisten al unísono en la necesidad de subir su precio, más aún si se tiene en cuenta el fuerte gradiente social en el consumo de refrescos, con más de un 13% de españoles de clase social baja que los consume a diario, frente a sólo un 3% en el caso de los de clase social más alta.
El ejemplo internacional
Toni Mora, presidente de la Asociación de Economía de la Salud (AES) y coautor del estudio que cifra en un 2,2% la reducción del consumo de azúcar tras la implantación del impuesto catalán, dice no tener tampoco dudas al respecto. “Hay evidencia en muchos países de la utilidad de estos impuestos para reducir el consumo de bebidas azucaradas, en Francia, en Chile, en México… en todos los países en los que se ha implantado ha reducido el consumo”.
Sin embargo, Mora detalla que en el caso catalán “el impacto ha sido pequeño porque la población apenas lo conocía y tiene mejores resultados si va acompañado de un debate previo que haga reflexionar sobre el perjuicio de tomar tanto azúcar, si el impuesto queda expresamente reflejado en la factura y si se garantiza que el impuesto no lo absorbe el supermercado distribuidor, sino que lo paga el consumidor”.
Miguel Ángel Royo, jefe de Estudios de la Escuela Nacional de Sanidad del Instituto de Salud Carlos III tampoco duda de la utilidad de estos impuestos, pero reclama políticas de precios globales “que en paralelo a esa subida a los productos poco saludables realicen rebajas a los más saludables, como se ha hecho con el IVA del pan integral”.
En su opinión en las bebidas energéticas incluso debería darse algún paso más con políticas de restricción a menores o advertencias.
Difícil de aplicar a la comida poco saludable
Por el contrario, Royo reconoce que extender este tipo de subidas de impuestos a alimentos con alto contenido en azúcar “no es sencillo porque a la vez pueden contener otros ingredientes que sí son saludables… En Dinamarca, por ejemplo, se intentó un impuesto a las grasas que acabó eliminándose. En los refrescos, sin embargo, está muy claro, porque son calorías vacías”.
Para los alimentos poco saludables, Royo confía más en un sistema de advertencias “como el semáforo Nutriscore que se ha anunciado pero que todavía no se ha implantado”.
Con todo reclama “evitar errores como el de Francia donde es voluntario y apenas se usa” y también huir de “acuerdos de reformulación como el que se anunció en España para reducir voluntariamente el contenido de azúcar, grasas o sal de ciertos productos porque mandan un mensaje equivocado a la población: dan idea de que de pronto esos productos ya son saludables, cuando no lo son; siguen siendo alimentos ultraprocesados que hay que evitar. El mensaje no puede ser que fumar 17 cigarrillos es sano, aunque 17 sean menos que 20”.
Todavía pendientes de implantar ‘NutriScore’
Pese al revuelo generado sobre el gravamen catalán, desde el Ministerio de Sanidad se explica que no hay nada en este momento en agenda ministerial sobre impuestos a los refrescos. Lo que sí está en agenda, porque así lo anunció la ministra, María Luisa Carcedo, el pasado otoño es la implantación de un semáforo nutricional basado en el sistema NutriScore.
La pasada semana, de hecho, se reunió el Observatorio de la Nutrición y Estudio de la Obesidad -ya bajo la presidencia de Fernando Rodríguez Artalejo, que ha relevado a Valentín Fuster– para analizar el diseño de NutriScore. Este sistema concede puntos a los alimentos según su composición de sal, azúcar y grasas y resta puntos por su contenido en fibra, proteínas, verduras y legumbres. La puntuación final permite así clasificar un alimento en un semáforo de cinco colores, del verde al rojo.
La ventaja de NutriScore es que observa no sólo el contenido calórico sino también la composición. Esto es importante porque otros semáforos se basaban únicamente en las calorías de una ración y esa ración, además, podía no responder a la realidad del consumo habitual. Por ejemplo, una bolsa pequeña de patatas podía obtener una etiqueta verde porque se consideraba que en ella había 4-5 raciones, pese a que el consumo habitual era la bolsa completa.
Otra de las ventajas de NutriScore es que concede una valoración global, evitando la confusión de los sistemas que permiten que conviva en un mismo producto (como un refresco) una etiqueta roja por el azúcar pero verde por la ausencia de grasas. Lo que todavía no ha resuelto NutriScore es qué hacer con ciertos alimentos como el aceite de oliva que por su alto contenido en grasas obtendrían una etiqueta roja.
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