“El intento de describir enfermedades complejas con la genética no ha tenido éxito. Hay una convicción creciente de que el desarrollo de una enfermedad es consecuencia de interacciones entre factores genéticos y ambientales”. De esta manera un tanto obvia comenzaba un artículo publicado en junio pasado en la revista Metabolites por el equipo de Pei Zhang, de la Universidad Gunma, en Japón. Los factores no genéticos, continuaba, contribuyen al 80-90% de las enfermedades complejas. Al menos la mitad de los 60-70 millones de muertes en el mundo se atribuirían a un conjunto de exposiciones a contaminantes, tabaco, alimentos, virus, alcohol, metales, alérgenos, radiaciones, endotoxinas, bacterias, estrés mental y laboral, pesticidas, fármacos, pobreza, productos químicos y lo que se quiera.
Un estudio publicado en 2016 en PLoS One sobre la prevalencia de 28 afecciones crónicas en gemelos descubrió que la genética explicaba menos del 20% del riesgo. Incluso en el asma, que ocupó el puesto más alto en términos de contribución genética, los genes influían en menos del 50% del riesgo; y para la leucemia, en el otro extremo de la clasificación, solo el 3% de casos se deberían a fallos en el ADN. Salvo en algunos trastornos monogénicos y en algunas causas inequívocas como un suicidio, un accidente de tráfico, una neumonía, una sobredosis o una intoxicación por polonio o por Amanita phalloides, la mayor parte de las muertes -tumores, trastornos cardiacos y cerebrovasculares, diabetes, insuficiencias pulmonares y renales- son multifactoriales.
Sin embargo, las noticias de salud abundan en monoasociaciones, razón por la cual no es infrecuente que se contradigan: “Un estudio en ratones muestra que el colesterol ‘bueno’ logra contrarrestar la ateroesclerosis”, “La proteína TOM-1 podría ser el ‘freno’ del Alzheimer”, “Relacionan el ajo y la cebolla con menor riesgo de cáncer de mama”, “Los altos tienen menos probabilidades de desarrollar diabetes”, “Los beneficios de ser pesimista”, “Ser optimista alarga la vida”, “Dormir mucho es malo, dormir poco, también”…
La fiebre genómica de comienzos de este siglo deslumbró con una era de curaciones masivas; con los años se ha ido viendo que los genes son muy polivalentes e interactúan interna y externamente, que la epigenética condiciona el desarrollo, que la exposición a pesticidas y otros químicos puede causar neurodegeneraciones, que las proteínas pueden plegarse mal y desorganizar la homeostasis, que las transcripciones moleculares deben ser fieles a las plantillas del ADN…
“Hemos realizado una enorme inversión para comprender el genoma y casi nada para centrarnos en las exposiciones”, declara Julia Brody, toxicóloga de la Universidad de Brown, en el último número de Knowable Magazine. La insuficiencia de la genética y la complejidad de las interacciones entre múltiples factores llevó en 2005 a Christopher Wild, entonces director de la Agencia Internacional de Investigación contra el Cáncer, de la Organización Mundial de la Salud, a idear el concepto de exposoma. Desde entonces, numerosos grupos de investigación se han movilizado para desenmarañar la red más intrincada a la que se haya enfrentado la humanidad. El exposoma comprende la totalidad de exposiciones a través de la vida, de la concepción a la muerte, influencias externas -agua, aire, alimentos, fármacos o microbios- y respuestas biológicas asociadas. Su objetivo es combinar los factores internos (fisiología, edad, morfología y genoma) con los externos, tanto generales (sociodemográficos y socioeconómicos) como específicos (estilo de vida, exposiciones ambientales y ocupacionales). Visto en frío, el empeño parece imposible: se trataría en último término de extraer explicaciones patológicas del caos y la entropía que envuelven al ser humano, con sus millones de piezas revueltas e interconectadas.
En septiembre del año pasado, el equipo de Michael Snyder, de la Universidad de Stanford, publicó en la revista Cell los resultados de la exposición de 15 personas de distintos lugares a las sustancias ambientales, recogidas en dispositivos portátiles que atrapaban partículas diminutas. Se aislaron 2.560 especies biológicas y 3.300 señales químicas: esporas, bacterias, dietilenglicol, pesticidas y hasta geosmina, el compuesto químico responsable del agradable olor a tierra que producen algunas bacterias y hongos. Este rastreo, al igual que otros parecidos, es “fascinante por el conjunto de preguntas que plantea, más que por cualquier cosa que pueda responder”, comentaba David Relman, microbiólogo de Stanford, en Scientific American. Otra monitorización doméstica de la Universidad de Utah comprobó que pasar la aspiradora antes de la visita de un amigo asmático generaba un riesgo mayor, no menor, pues diseminaba las partículas peligrosas.
Los estudios de salud ambiental a menudo no pueden explicar la desconcertante variabilidad de exposiciones idénticas. “Hay un encogimiento de hombros epidemiológico”, añade Relman. “¿Tal vez algunas personas experimentaron una dosis diferente? ¿Quizás eran más vulnerables genéticamente? ¿Hay ventanas de vulnerabilidad, como la infancia, en las que las exposiciones son más dañinas?”. Iguales combinaciones causan tanto efectos sinérgicos como antagónicos. Las carambolas exposómicas son casi infinitas.
Por eso, algunos piensan que es más realista buscar daños de estas exposiciones en las firmas que dejan en la sangre o en la orina. Es lo que propone Stephen Rappaport, de la Universidad de California en Berkeley: analizar la albúmina sérica, pues aspira los compuestos dañinos que circulan en la sangre. “La mayoría de las sustancias que consideramos tóxicas o protectoras son transportadas activamente por la sangre”.
Pero, ¿conocemos todas esas sustancias? La gran mayoría de los productos químicos –tanto naturales como artificiales- nunca se han caracterizado y continuamente aparecen nuevos derivados o mezclas. Un estudio del año pasado en Environmental Science and Technology analizó un centenar de productos de consumo: la pasta de dientes contenía 85 sustancias químicas y un juguete de plástico unas 300. El equipo de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos detectó 4.270 huellas químicas, pero solo identificó 1.602; esta misma agencia ha recopilado 84.000 sustancias químicas para las que existe un riesgo de exposición.
El alcance del problema invita al desaliento. Quizá la inteligencia artificial, el big data y otras herramientas bioinformáticas vayan desbrozando la intrincada red de interacciones del exposoma. Hasta entonces hay que seguir las normas básicas de salud y no inquietarse demasiado con la acrilamida y las nitrosaminas. El virus de la gripe o un resbalón en la bañera son más peligrosos.
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