Cada vez hay menos homicidios, cada vez hay menos pobres, cada vez vivimos más años y cada vez hay menos contaminación, a pesar de la sueca Greta Thunberg, que ha encontrado una excusa ecológica para hacer novillos los viernes; hay más patinetes y móviles y un tercio de la comida se tira a la basura… Sin embargo, la percepción es la contraria. El médico Hans Rosling, emperador del dato, desmitificador del pesimismo mundial y autor del aclamado Factfulness, lo achacaba a varias disfunciones del cerebro, quizá evolutivamente protectoras pero que deforman la realidad. Estas son algunas:
1. El instinto de la división: el mundo se polariza en buenos contra malos y ricos contra pobres, sin medias tintas. Este maniqueísmo empobrece la comprensión de la realidad.
2. El instinto de negatividad: lo malo atrae más que lo bueno. Las buenas noticias y las mejoras graduales no interesan.
3. El instinto del miedo: se sobrevaloran y globalizan las desgracias, las cercanas y las remotas.
4. El instinto del tamaño: cualquier cifra aislada (de muertes, enfermos o pobres) se magnifica, sin ponderar series históricas o proporcionalidades relativas.
5. El instinto de la generalización: es más fácil y rápido generalizar y estereotipar, pero siempre es injusto y engañoso.
6. El instinto de la perspectiva única: la realidad suele ser angulosa, compleja y enrevesada.
7. El instinto de urgencia: las decisiones precipitadas entorpecen el control y el análisis sosegado.
De estos instintos, muy presentes en los medios de comunicación, no se libran los estudios científicos, en especial sus resúmenes divulgativos. El microbiólogo Alex Berezow comenta en la web American Council on Science and Health la deriva sensacionalista y partidista de la revista The Lancet. “En 2017, su director elogiaba a Karl Marx en un editorial extraño en el que afirmaba que la medicina y el marxismo tienen historias entrelazadas, íntimas y respetables”. Luego, en 2018, arremetió contra el alcohol: cada vaso adicional por encima de cinco por semana reduce la esperanza de vida de una persona entre 15 y 30 minutos.
Meses después, quizá arrepentidos de su permisividad, The Lancet publicó otro estudio que concluía que un solo sorbo de alcohol ya es perjudicial: hay que arrasar los viñedos. A finales de enero de este año, la emprendía con los cirujanos: “4,2 millones de personas mueren cada año en el mundo en los treinta días posteriores a una cirugía, más que las muertes de malaria, VIH y tuberculosis juntas”. A pesar de ser un análisis mundial, “las tasas de mortalidad postoperatorias fiables -advertía- están disponibles para solo 29 países”. Por eso extrapolaron la tasa de muertes del Reino Unido, a países de ingresos medios y bajos basándose en el gasto per cápita en atención médica. El estudio informaba de que cada año se practican en el mundo unos 313 millones de procedimientos quirúrgicos: ¿cuántas personas de más hubieran muerto sin ellos? “No pretendemos causalidad entre pacientes que se someten a cirugía y los que mueren dentro de los 30 días”, tranquilizaban los autores, de la Universidad de Birmingham. Pero destacar las muertes y no las vidas salvadas atrae a la prensa carroñera y al lector morboso.
La última amonestación de The Lancet, de hace dos semanas, es otro análisis mundial en el que aseguran que la desigualdad sanitaria amenaza a más adolescentes que nunca antes en la historia. “Comparado con 1990, en 2016 unos 250 millones de adolescentes viven en países con una sanidad paupérrima”. No parecen acordarse de los estragos de la viruela, de las calles insalubres de hace cinco siglos ni de las muertes maternas por falta de higiene ni de que en 1990 la población mundial era de 5.260 millones y hoy supera los 7.800 millones. “¿Desigualdad?”, se pregunta Berezow. “Sí, en algunos lugares los ricos se están haciendo más ricos, pero en muchas regiones empobrecidas los pobres se están haciendo más ricos. De hecho, la pobreza ha caído del 90% de la población mundial en 1820 a menos del 10% en la actualidad”. The Lancet, añade, “decidió ignorar las tendencias indiscutibles y en su lugar promocionó los números absolutos”, en bruto, sin matices.
El catastrofismo se ha reflejado también este mes en un estudio en European Heart Journal en el que culpaban a la contaminación ambiental de 800.000 muertes extra al año en Europa y de 8,8 millones en el mundo. En realidad, no es que los malos humos maten nada más salir de casa -lugar sin duda más contaminado que la calle-, sino que reducen en 1,5 a 2,4 años la esperanza de vida; y ese factor suele ir asociado con otros muchos quizá más perjudiciales. El apocalipsis de marzo concluía con otros dos estudios, en Physiology y en European Heart Journal, en los que alertaban de las muertes adicionales por la esperada subida de las temperaturas. “El verano se está convirtiendo en la estación más letal para la vida del planeta”, bramaba en Physiology Jonathon Stillman, de la Universidad Estatal de San Francisco. Algo más mesurados, los autores del otro estudio, del Centro Helmholtz en Múnich, matizaban que el calentamiento global puede traer más muertes cardiacas -si bien los inviernos siempre son más letales que las demás estaciones-, pero quizá debidas a otros factores de riesgo como la diabetes y la hiperlipidemia, que hacen a la gente más susceptible al calor”.
La visión aterradora de la realidad empaña el cerebro. En 2017, el equipo de Rosling planteó en una macroencuesta esta pregunta, entre otras muchas: ¿Cuántas personas en el mundo tienen hoy acceso a la electricidad: 20%, 50% u 80%? Muchos respondieron que un 20%. La respuesta correcta es un 80%. Hoy, la gran mayoría de la población vive en países con ingresos medios, la esperanza de vida es de 70 años, el 60% de las niñas finalizan la educación primaria y los niños vacunados en el mundo llegan al 80%. Cierto que no todo es un vergel y puede haber retrocesos, pero el mundo nunca había estado mejor.
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