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lunes, 2 de diciembre de 2019

José Ignacio de Arana: pediatra, humanista y cuentista

En un chat con los lectores de El Mundo, el 14 de mayo de 2002, le preguntaron cómo le gustaría que le recordaran: “Como quería Machado”, respondió; un hombre bueno, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. José Ignacio de Arana (1948) fue algo más que un hombre bueno, en el sentido de bondadoso, que hace el bien, que lo quiere y lo persigue, que a su alrededor fluye la paz y el buen humor. Y la sabiduría, consecuencia de conocimientos y reflexiones, y el sentido común.

En enero de este año, tras conocer su diagnóstico -carcinoma de pulmón- y aprestarse a las primeras sesiones de quimio, me envió varios artículos para la sección El Laboratorio del Lenguaje, en la que colaboraba casi desde el principio y en la que contabiliza unos 500 artículos, siempre curiosos, ilustrados y punzantes: “Como no sé en qué situación física (ni psíquica) estaré, prefiero enviarte ahora todo lo que tengo. Confío en la medicina, pero más aún en Dios”, concluía con filosofía quevedesca y resignación cristiana, es decir, optimista ante un futuro mejor tras una vida honesta y laboriosa. Era consciente de lo que le esperaba: “Quizá por saber demasiado, a los médicos nos entra más miedo ante la posibilidad de estar enfermos y siempre solemos llegar tarde al diagnóstico”, reconocía en la entrevista en El Mundo. Había fumado mucho, pero no era de los que se arrepienten de ‘tan depravado y contaminante vicio’. “Que nos quiten lo bailao”, pensaba.

Irónico, socarrón y con bigote: “Me lo dejé hace 34 años, cuando iba a empezar a trabajar como alumno interno en el Hospital Clínico de Madrid durante la carrera, porque entonces tenía cara de chiquillo y me daba reparo presentarme así ante los enfermos. Ahora ya se ha convertido en parte de mi fisionomía y me costaría mucho quitármelo”.

De raíces vascas, tierra a la que apreciaba por su historia y su carácter, su vida transcurrió en Madrid. En el Instituto Cardenal Cisneros era un chaval travieso, “pero siempre el primero o segundo de la clase”, matizaba en una entrevista que Silvia Churruca le hizo en Diario Médico (8 de mayo de 2002). Ahí tuvo grandes profesores, como el académico de la Lengua Antonio Oliver, y más aún en la Facultad de Medicina: Manuel Díaz Rubio, padre, José Botella, López Ibor padre, Ignacio Piga, Alfonso Lafuente, y la “eminencia” José Casas Sánchez. De ellos aprendió ciencia, pero sobre todo cómo tratar al paciente: “Díaz Rubio –continuaba en la entrevista con DM– decía que para aprenderse la úlcera de estómago están los libros; él nos enseñaba en clase cómo sentarnos con el paciente, cómo mirarle y preguntarle por su vida, cómo entrar en la casa de un paciente…”. Y recordaba a su admirado Gregorio Marañón: “Hay que palpar el abdomen al paciente de tal forma que, aunque sea un mendigo, se sienta el rey de España”. Esas frases grabadas en su currículum las practicó en su ejercicio profesional y académico. “Yo siempre advierto a mis alumnos de que educo médicos, no preparo para el MIR”. En su época no existía el MIR: los hospitales ofrecían plazas. “Me presenté en tres hospitales y saqué plaza en los tres: La Paz, Clínico y Gregorio Marañón. Elegí el que más me interesaba, el Gregorio Marañón, y aquí sigo. Roté por varios servicios y finalmente me quedé en neonatología y después en pediatría”, rememoraba en 2002.

Junto a un amante fiel -de una joven y culta actriz de teatro- y padre de cuatro hijos, fue toda su vida un médico de cabecera: “El 90% de las patologías son las que están en la calle: anginas, catarros… Los médicos estamos para eso, no sólo para casos excepcionales en los que lucirnos y que se puedan publicar”. La maravillosa monotonía del médico de primaria: “Un día en la vida de un médico suele ser muy duro, otras veces, simplemente rutinario y, sólo muy ocasionalmente, divertido… Yo digo que lo que recojo son perlas encontradas en verdaderas carretadas de ostras”. Normalidad y humanidad: quizá por eso una paciente exultaba en un comentario de Doctoralia sobre José Ignacio: “El Dr. Arana no es UN pediatra… es EL pediatra!!!”.

Esas perlas, vividas, leídas, oídas e imaginadas, las recogió en la treintena de libros –algunos con más de 100.000 ejemplares vendidos- que publicó: La salud de tu hijo: todas las respuestas (Espasa, 1993); Historias curiosas de la medicina (Espasa, 1994); Diga treinta y tres (Espasa, 2000); Respire hondo (Espasa, 2002), Las dos caras del sol (Foca, 2000) y El telón de terciopelo (Grand Guignol, 2007), El Proyecto Prometeo (Grupo Editorial 33, 2012), etc. “De niño ya tenía una extraordinaria imaginación y me inventaba historias”; y lo siguió haciendo durante décadas, mientras diagnosticaba otitis y diarreas infantiles, y aleccionaba a sus alumnos de la Complutense, a la vieja usanza, no como mero biólogo del cuerpo o funcionario de la salud. Como lector, escritor y amante del lenguaje, advertía a principio de curso de que cada falta de ortografía en un examen bajará un punto la calificación. Recomendaba además lecturas no médicas, relatos históricos, sesiones de música y pintura y hasta visitas al Panteón de los Infantes de El Escorial para analizar in situ la mortalidad infantil de antaño, según enumeraba en la entrevista con DM.

De la riqueza y variedad de su cultura brotaban sin parar historias, ensayos y cuentos. Durante unos años participé como miembro del jurado del tradicional concurso de relatos del Colegio de Médicos de Madrid. Se presentaban cada vez medio centenar de médicos con más o menos oficio: los dos primeros años en los que estuve, José Ignacio se llevó el primer premio, así que decidimos incorporarlo al jurado para que no acaparara tantos laureles. Y aceptó de buen grado la estratagema defensiva.

Su aparente seriedad se transformaba enseguida en humor castizo y relajante: “Considero que el humor es una estupenda medicina y que ver la relación médico-enfermo con ese humor puede romper el hielo que muchas veces la dificulta”. Tal remedio tiene una antiquísima tradición: “Hipócrates recomendaba hace 2.500 años a los enfermos de Grecia que acudieran a ver una representación de una comedia para reírse como método de curar o al menos aliviar sus dolencias. Hagan caso a Hipócrates. Lean mis libros y recomiéndenselos a los amigos sanos”, concluía en la entrevista en El Mundo.

Ahora, pasado el horizonte –“un horizonte te hace pensar e imaginar lo que hay detrás”, meditaba en la entrevista con DM-, seguirá imaginando y convirtiendo esos sueños en realidades celestiales. “Por eso lo celebramos”, como se festejaba la muerte de una persona ejemplar en Los Sueños de Akira Kurosawa. “Celebramos su vida, una vida llena de trabajo, una existencia hermosa, un recuerdo imborrable”.

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