Tiene 34 años, nació en Xinhua de padres granjeros, estudió en la Universidad de Ciencia y Tecnología de China en Shenzhen, luego biofísica en la Universidad de Rice en Houston, donde trabajó con la tecnología de edición genética CRISPR, de ahí a la Universidad de Stanford en California donde se especializó en la secuenciación genética, y en 2012 volvió a Shenzhen, a la Southern University, como profesor asociado, atraído por un programa del Gobierno que incentivaba el retorno de investigadores. Pocos años después fundó las compañías de genética Direct Genomics y Vienomics para el desarrollo y venta de secuenciadores unimoleculares y de biopsias líquidas para la detección del cáncer. Algunos colegas le han calificado como “inteligente, ingenioso y algo loco”, un nuevo Elon Musk. De niño soñaba con convertirse en el Einstein chino, aunque abandonó pronto la física “porque su edad de oro había pasado”.
Hace una semana empezaron a lloverle críticas e improperios de todo el mundo tras difundir a la agencia Associated Press y en dos vídeos en YouTube que había aplicado la técnica CRISPR en dos embriones para hacerles inmunes al VIH, silenciando el gen que fabrica la proteína CCR5, puerta de entrada del virus del sida a las células. Los embriones femeninos -Lulu y Nana de nombres ficticios- procedían de una pareja serodiscordante. El miércoles pasado, en la cumbre mundial sobre Edición del Genoma Humano, en Hong Kong, volvió a explicar difusamente su experimento bajo las miradas acusadoras de doscientos genetistas. Ni en su universidad ni en sus empresas ni en el Hospital HarMoniCare, donde habrían nacido las niñas, sabían nada del ensayo. Desde todos los foros científicos y académicos la condena ha sido casi unánime: “Es una locura”, “es irresponsable”, “se ha saltado todas las regulaciones legales y éticas”. El gran pecado de He Jiankui no es sin embargo haber violado la ‘frontera germinal’, la manipulación genética de la primera línea humana, sino su precipitación y nocturnidad.
Hasta hace pocos años, modificar esa línea germinal y en consecuencia toda su descendencia, era un límite infranqueable que contaba con un consenso unánime. Ya no es así. En 2015, un equipo de la Universidad Sun Yat-sen, en Guangzhou (China), abrió la veda con la modificación en embriones humanos del gen responsable de la beta-talasemia, según se publicó en Protein & Cell. Y en agosto del año pasado Nature publicó otra aplicación de la técnica CRISPR también en embriones y en la que participaba el español Juan Carlos Izpisúa para corregir una mutación en el gen MYBPC3, responsable del 40 por ciento de las cardiomiopatías hipertróficas. Fueron ensayos in vitro, sin continuidad. Suavemente, diversos informes y debates, como los de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos o el del Consejo de Bioética Nuffield de Gran Bretaña, han ido admitiendo esa exploración genética. “La edición del ADN de un embrión humano o de los gametos para influir en las características de una persona podría ser moralmente permisible”, dictaminó en julio pasado el Consejo Nuffield en su informe Genome editing and human reproduction: social and ethical issues. “La prudencia es necesaria, pero eso no significa prohibición”, explicaba el año pasado Robin Alta Charo, bioética de la Universidad de Wisconsin-Madison y miembro del comité americano. Hace un mes, el proyecto Delphi Germline Therapy promovido desde el Instituto de Tecnología de Karlsruhe, en Alemania, solicitaba eliminar las prohibiciones para investigar la edición de genes en la línea germinal. Y dos encuestas de este año -una con 2.500 estadounidenses y otra con 4.000 chinos- revelaban una receptividad mayoritaria hacia la manipulación de embriones humanos si la intención es tratar trastornos graves; en cambio, había un rechazo generalizado cuando el propósito es por ejemplo aumentar la inteligencia del embrión.
En un premonitorio, y quizá justificador, artículo publicado el mes pasado en The CRISPR Journal, el propio He Jiankui y otros colegas esbozaban los principios éticos para las tecnologías terapéuticas de reproducción asistida. Ahí dice que “el apoyo para el uso terapéutico de la cirugía genética en embriones es alto”, critica el abuso sensacionalista del término “bebés de diseño”, epíteto que “evoca repugnancia” y que habría que sustituir por el de “cirugía genética embrionaria”. “Los padres -añade- esperan proteger las vidas de sus hijos de una enfermedad discapacitante… Para unas pocas familias, la cirugía genética temprana puede ser el único camino para curar una enfermedad hereditaria”. Eso sí, matiza, nunca debería usarse con fines estéticos, de simple mejora humana o para la selección del sexo. “Nadie tiene derecho a determinar la genética de un niño salvo para prevenir la enfermedad”. ¿Quién no suscribiría estas compasivas intenciones?
Al margen de que la cirugía genética de He Jiankui con el CCR5 no cierra del todo las puertas al VIH, pues hay por ejemplo otro receptor, el CXCR4, implicado en el 5 por ciento de las infecciones, de que existen otros métodos para que parejas serodiscordantes tengan hijos sin VIH y de que tampoco se conocen plenamente las consecuencias futuras de esa ingeniería embrionaria, definir qué es y qué no es una enfermedad grave no es tan fácil. Editar el genoma de una persona con talla baja por déficit de la hormona de crecimiento, ¿es un tratamiento o una mejora de su estatura? ¿Hasta qué altura se puede subir el bajo coeficiente intelectual de una persona que raya en la idiocia? Una vez conocidos los genes implicados, ¿no será irresistible para los padres poder configurar y dar lo mejor a sus embriones, al igual que lo harán más tarde con sus estudios o sus prendas de vestir? “La eugenesia -explicó el año pasado Kelly Ormond, genetista de la Universidad de Stanford, en el congreso de la Sociedad Americana de Genética Humana- se refiere tanto a la selección de rasgos positivos como a la eliminación de enfermedades o caracteres considerados negativos. En ambas formas es preocupante porque podría ser usada para reforzar prejuicios y restringir las definiciones de ‘normalidad’ en nuestras sociedades”. ¿Cómo equilibrar los derechos individuales o definir la salud en una sociedad variopinta? ¿Debería esa sociedad ser más receptiva hacia la discapacidad en lugar de verla como algo que deba erradicarse? ¿Cuándo se convierten en tiránicas tales elecciones? Más valdría aclarar tales cuestiones, si es eso posible, antes de que proliferen los He Jiankui.
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