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miércoles, 14 de agosto de 2019

Pseudociencia, el lado oscuro: radical

«Si la raíz es fuerte, el árbol sobrevive» (Sr. Miyagi, Karate kid III: el desafío final). En la lucha contra las pseudociencias es común cruzarse con varias preguntas recurrentes como «¿Cuáles son las más propuestas más peligrosas?», «¿Por qué las metéis todas en el mismo saco?», «¿Por qué no se denuncian con el mismo ahínco los desmanes de la farmafia?» o «¿Por qué no se denuncian prácticas sanitarias convencionales que no han pasado por una validación del más alto nivel?».

Todas ellas son preguntas muy pertinentes, cuya respuesta detallada puede ser muy complicada, pero en general pueden explicarse mejor cuando bajamos de las hojas del problema y atendemos a su raíz.

Y el problema no es la homeopatía, o la acupuntura, o en general ninguna propuesta concreta que la pseudociencia o la mala ciencia nos haya intentado colar. El germen de base del problema que permea y simplifica su comprensión y lucha es la desinformación en salud. Repetido por activa y pasiva en anteriores entradas, los riesgos a los que todos estamos abocados ante una información incorrecta en salud son, en el mejor caso, que nos estafen, y en el peor, que nos maten.

No es cierto que la lucha contra la pseudociencia deje de lado la lucha contra los desmanes «del sistema»; por ejemplo, no dejamos de recomendar la lectura de Mala ciencia, de Ben Goldacre y el apoyo a iniciativas como www.alltrials.net para mejorar la información con la que un profesional sanitario pueda contar a la hora de prescribir un tratamiento y disminuir en lo posible las trampas que puedan intentar darse al exponer los beneficios o efectos secundarios de una propuesta cualquiera, gracias a disponer de la totalidad de los ensayos clínicos realizados en su proceso de investigación.

 No es cierto que la lucha contra la pseudociencia deje de lado la lucha contra los desmanes «del sistema»

Lo que ocurre es que ciertas propuestas son tan burdas que, con una formación mínima, es fácil detectarlas y señalarlas, mientras que otras son mucho más sofisticadas y requieren de un nivel de capacitación (y acceso a cierta información) mucho más exquisito. Y si no logramos deshacernos siquiera de las propuestas cutres, pueden imaginar la esperanza que podemos tener en erradicar las más elaboradas.

Antes he dicho «disminuir las trampas» y no «evitarlas» por la misma razón por la que siempre hablo de que el método científico trabaja para minimizar sesgos, pero no garantiza que se eviten por completo. Porque forma parte de la naturaleza humana el ser falibles, el movernos (a consciencia o no) por diversos intereses, el albergar disonancias cognitivas que nos permitan conciliar dos posturas contrapuestas… y el tender a sobresimplificar situaciones, pasándonos de radicales a veces.

Evidencia vs pseudociencia

Por ejemplo, al entender la ciencia como un dogma escrito en piedra, o considerar un metaanálisis como la prueba irrefutable de que algo tiene (o no) validez. La filosofía tras la medicina basada en pruebas lo que pretende es que un profesional cuente con la mejor base posible a la hora de decidir un tratamiento. En ocasiones, ese tratamiento puede resultar tener detrás poco o nulo trabajo de investigación publicado (por ejemplo, en enfermedades raras). Eso no significa que un profesional se tenga que quedar de brazos cruzados ante esa situación; siempre con el «primum non nocere sonando de fondo, tendrá que aplicar sus conocimientos teóricos, su mejor experiencia clínica, y aún la intuición, usando los posibles estudios a modo de brújula, no de barrera infranqueable. Mientras se informe convenientemente al paciente de sus circunstancias específicas, su derecho a la autodeterminación terapéutica seguirá intacto.

Un principio del avance científico es, de hecho, que todo es revisable y debe ser revisado. Las investigaciones de vanguardia se hacen, por definición, en el terreno de lo desconocido. Y un principio de la condición humana es intentar arrimar la sardina a nuestra ascua; algo que no necesariamente requiere de mala fe, y a menudo no concurre. Por ejemplo, desde un parado que decida hacer un curso de «formación» en alguna pseudoterapia para intentar ayudar a la gente y de paso pagar la hipoteca (o viceversa), hasta un laboratorio que aplique un precio a un producto eficaz que le permita rentabilizar la multimillonaria inversión en muchas otras ramas infructuosas.

Pero la realidad siempre es más compleja que todo eso, y mucho más fea. Siempre hay quien no tiene miramientos en maquinar estrategias para colar hasta la cocina del sistema un producto que no es tan efectivo como promete (o no es tan distinto a otros más baratos, o simplemente no aporta nada en ese contexto sanitario) o piensa que si alguien es tan tonto de creerse la milonga que le cuenta, su dinero estará mejor cuidado en la cartera del charlatán. Puede que esas decisiones dependan hasta de la situación del momento en concreto en el que se encuentren sus promotores.

En cualquier caso, ante este desafío uno espera que, al más alto nivel, haya gente sensata y preparada (en ciencia, mala ciencia y pseudociencias, además de en tretas coercitivas), capaz de entonar un firme “No puedes pasar” por muchas presiones que reciban, ya sea de tipo económico, de “aceptación popular” u otras.

Desconozco, aunque intuyo, si existen o no estos garantes cualificados. Sin embargo, sí sé que la lucha contra las pseudociencias y la mala ciencia es la lucha contra las pulsiones humanas, su irracionalidad y su voracidad predadora. Una lucha eterna y quizá perdida de antemano, pero que merece la pena luchar, por todo lo que nos va en ello.

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