A menudo observamos cómo la mayoría de los dispositivos y sensores encaminados a medir nuestra frecuencia cardiaca o cuántos pasos caminamos acaban en un cajón. Toda una industria de regalos familiares que raramente consiguen de verdad involucrarse en nuestras vidas o cambiar nuestros hábitos. Y eso, a pesar de que su presencia se multiplica por diez cada año en el mundo.
Más extremo resulta el caso de los dispositivos que ni siquiera llegan a prosperar, tales como las lentes de contacto que miden la glucemia en lágrima o las gafas digitales cuya función nunca llegó ni siquiera a quedar bien definida.
Al comprobar su diseño torpe, rudimentario, tiendo a acordarme de la PDA, aquel dispositivo encaminado a la organización personal que era demasiado primitivo para extenderse por la sociedad. Pienso en cómo éste fue superado por un artilugio mucho mejor diseñado, más manejable y preciso, el smartphone, la versión avanzada de la PDA que sí logró cambiar los hábitos de la mayoría de nosotros.
Así, no se nos hace difícil comprender cómo nos estemos acercando, de igual modo, a la segunda generación de los denominados wearables, la cual, a diferencia de la primera hornada (demasiado imprecisa, demasiado lúdica), sí será de convertirse en algo indispensable para las personas. Todo lo que no sea intrusivo es candidato a funcionar: tatuajes, chips implantados debajo de la piel (los escandinavos ya los llevan por miles), sensores sublinguales para determinar la tensión arterial, etc…
La cuestión sobre los sensores es siempre la misma: cuál es su fiabilidad y cuánto son capaces de evidenciar que sus valores predictivos son aceptables. En este sentido destaca llamativamente el reloj que detecta fibrilación auricular con la suficiente capacidad actual como para haber sido ya aprobado por la americana Food and Drug Administration.
Sensibilidad y especificidad
Sucesivas aprobaciones irán llegando; mientras tanto podemos quedarnos con el caso del reloj de Apple, el cual ofrece a sus usuarios la participación directa en ensayos clínicos con sólo apretar un botón (creo que podemos llamarlos ensayos clínicos digitales) y que en su reciente caso más conocido, fue capaz de reclutar, sin demasiado esfuerzo, nada menos que a 500.000 participantes.
Un aspecto que continuamente nos preguntamos es cuánto cambiará esto nuestra relación con la salud y la enfermedad, ya que, en este mundo en el que se desdibuja la frontera entre diagnosticar y monitorizar, son esperables mejores estándares de salud (sensibilidad), si bien a costa de una mayor preocupación por la misma (especificidad). No obstante, debemos esforzarnos en no caer en el error en el que hace décadas cayeron los profesionales que pensaban que proveer a los pacientes con un termómetro en casa era dotarles con una tecnología que no sabrían usar correctamente.
Bien pensado, probablemente no estemos tan lejos de un mundo en el que, tal cual ocurrió con los teléfonos móviles, nuestra pareja nos diga: “Tengo que subir un momento a casa porque me he dejado mi sensor de salud”.
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