Uno de los efectos de la bipedestación, esa gran conquista de la evolución humana, fue dejar las manos libres para fabricar herramientas, empuñar armas, guisar, jugar a las cartas, descorchar botellas, escribir artículos y rascarse la nariz, frotarse los ojos legañosos o apoyar la barbilla en la mano en actitud pensativa, como lo inmortalizó el escultor Rodin. Sin embargo, en los tiempos actuales, esas manos tan hacendosas pueden ser, sin necesidad de arma alguna, una vía letal tanto para los demás como para uno mismo. Lavárselas con frecuencia, desinfectárselas con geles, no dárselas a nadie o cubrirlas con guantes en ocasiones, son consejos de seguridad mundiales para mantener alejado al coronavirus. Esa precaución va unida indefectiblemente al uso de mascarilla. Proteger las manos y la cara se ha convertido en salvaguarda de la salud.
Mientras que, por lo que se sabe, la vía más común de contagio es la inahalada, a través de las gotitas expelidas por un infectado, no es fácil estudiar ni estimar los autocontagios desde la mano que ha saludado a un portador o ha tocado una superficie con virus, los famosos fómites, a la nariz, boca u ojos, vías de entrada del patógeno. Más difícil aún es evitar esos gestos inconscientes, automáticos -o mejor, autománicos-, de llevarse la mano a la cara con una frecuencia casi compulsiva.
Según un artículo de este mes en Annals of Global Health firmado por Juma Rahman, Jubayer Mumin y Bapon Fakhruddin, de la Universidad de Auckland, en Nueva Zelanda, desde la epidemia gripal de H1N1 algunas investigaciones han recomendado evitar esas autocaricias para reducir la probabilidad de infecciones del tracto respiratorio. Las manos, como es sabido, albergan millares de virus y bacterias, la mayoría inocuos, pero a veces se cuela algún microorganismo menos inocente.
El coronavirus parece que entra en las células por la vía de la endocitosis, es decir, por las membranas mucosas a través de receptores de la enzima convertidora de la angiotensina 2 (ECA2) y se replica en el tracto respiratorio superior antes de invadir los pulmones, y luego causar reacciones explosivas en otros órganos. Así que mantener intacta la llamada zona T, configuración formada por los ojos, la nariz, la boca y la barbilla, es un comportamiento que puede salvar vidas, en especial la de uno mismo. Ahora bien, es un empeño tan costoso psíquicamente como dejar de parpadear o reprimir la risa ante una sesión de Los Luthiers.
Registro horario
En las últimas décadas, varios equipos han explorado esos gestos casi instintivos desde un enfoque psicológico y neurocientífico, emocional y cerebral. Para conocer las conductas y frecuencias de esos actos reflejos, el grupo neozelandés rastreó las bases de datos PubMed, Embase, Scopus, Science Direct, Auckland University Library, EBSCOhost, Google Scholar, la Web of Science y Cochrane Central Register of Controlled Trial. Excluyeron los estudios en animales y los que mencionaban caricias ajenas a la cara. La meta principal era averiguar los toques faciales por hora.
Recopilaron un total de 96.871 estudios; tras una primera purga se quedaron con 8.928, otra más exigente los redujo a 47 y después de analizarlos detalladamente seleccionaron 10 estudios publicados entre 1973 y 2019. Eran trabajos observacionales de un solo brazo, y los participantes eran estudiantes universitarios o empleados de oficina, salvo un estudio que tuvo lugar entre los visitantes de un zoológico. Seis eran estadounidenses, tres del Reino Unido, de Australia y Japón, y el último un trabajo conjunto de las universidades de Osaka (Japón) y Cardiff (Reino Unido). Dos estudios involucraron a profesionales de la salud y estudiantes de medicina mientras atendían a pacientes. El número de participantes en la mayoría de los estudios fue inferior a 50, menos uno que incluía a 574. En uno se comparaba la interacción manos-cara de los humanos con la de primates, y varios evaluaban la aplicación del concepto de higiene de manos en la vida real. Tres utilizaron grabaciones de vídeo, y el japonés tuvo lugar en una cabina de tren simulada, monitorizada por video.
Tras los cálculos pertinentes, concluyeron que la frecuencia media de toques de cara por hora fue de 50,07 veces, pero subía a 68,7 en la fatídica zona T (ojos, nariz, boca y barbilla). Había ligeras diferencias según el sexo, la edad, la mano dominante y el entorno sociocultural. Así, los europeos se tocaban la cara con más frecuencia que los asiáticos; los primeros tenían preferencia por la barbilla y la boca y los orientales por la nariz y los ojos. No hubo diferencias significativas en la frecuencia según el sexo y la mano dominante.
Regulación emocional
Los participantes menos convencidos o informados de la importancia la higiene de las manos se tocaban la cara con más frecuencia. En cambio, los profesionales de la salud (médicos, enfermeros, técnicos de laboratorio) eran más conscientes de los riesgos de esos gestos. El uso de cosméticos influía en cierto retraimiento en las mujeres y la visibilidad pública, la mirada ajena, frenaba conductas un tanto vergonzosas como hurgarse en la nariz. El estudio comparativo con los simios halló un patrón parecido en gorilas, orangutanes y chimpancés. El uso de la mano izquierda era frecuente, lo que según los autores apoya la conjetura del dominio emocional en el hemisferio cerebral derecho. No apreciaron ninguna tarea especial -escuchar música, uso del móvil, emociones diversas- relacionada con la autocaricia espontánea.
En vista de los resultados, los autores concluyen que la prevención de la autoinoculación de virus requiere un amplio enfoque de control del comportamiento, si bien reconocen que el tacto facial sobreviene sin ninguna estimulación y es un tipo de movimiento regulador consistente, como el cambio de postura. En ocasiones esos gestos manifiestan ansiedad o inquietud o “algún estado de homeostasis emocional y de memoria de trabajo”.
No descartan el autoaprendizaje, la alteración algo antinatural y antisocial de ciertos comportamientos, como el uso de mascarillas o el distanciamiento físico. Se trata de entrenarse para redirigir los impulsos, establecer barreras conductuales y físicas (entrelazar las manos, usar maquillajes, mascarillas o guantes) y prestar atención plena. En definitiva, terminan algo pesimistas, forzar la restricción táctil como control de un comportamiento peligroso es una medida de salud pública tremendamente difícil.
Las autocaricias, tocarse la cara con las manos, son actos casi instintivos y más frecuentes de lo que se piensa. Pero ahora pueden ser peligrosos. Off José R. Zárate Offvia Noticias de diariomedico.... https://ift.tt/39z33Zt
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