Un año después del brote del primer SRAS-CoV, en 2003, que se expandió sobre todo por Asia y algo en Norteamérica, con unos 9.000 casos y 800 muertes, Jong-Wha Lee y Warwick J. McKibbin, de las universidades de Corea del Sur y Nacional de Australia, publicaron un informe en el que estimaron en unos 40.000 millones de dólares el coste de aquella epidemia.
Concluían un tanto proféticamente que “si la amenaza de SARS recurrentes o enfermedades similares al SARS en China es real, entonces el riesgo estimado para la actividad económica en esta región y en el mundo podría ser muy grande”. Y añadían que “existe un poderoso argumento económico para la intervención directa en la mejora de la salud pública en China y otros países en desarrollo donde hay gastos inadecuados en salud pública e inversiones insuficientes en investigación para la prevención de enfermedades”.
Su vaticinio se ha cumplido con creces. Hace un mes, Gita Gopinath, consejera económica del Fondo Monetario Internacional, describió la pandemia como la peor crisis desde la Gran Depresión de 1929, y dijo que dejaría cicatrices profundas y duraderas causadas por la pérdida de empleo, el descenso de las inversiones y el retraso educativo en los niños.
Cifró la caída de la producción mundial en un 4,4%, si bien auguró con cierto optimismo un repunte del 5,2% para finales de 2021. “El considerable apoyo fiscal mundial de cerca de 12 billones de dólares -añadió- y los extensos recortes de tipos de interés, las inyecciones de liquidez y las compras de activos por parte de los bancos centrales han ayudado a salvar vidas y medios de vida y a evitar una catástrofe financiera”.
Aun así, puntualizó, el empleo sigue estando muy por debajo de los niveles prepandémicos y el mercado laboral ha castigado más a los trabajadores de bajos ingresos, a los jóvenes y a las mujeres. “Se espera que cerca de 90 millones de personas caigan en privaciones extremas este año. Es probable que la salida de esta calamidad sea larga, desigual y altamente incierta”.
La Organización Internacional del Trabajo concretó, por ejemplo, que entre abril y junio de 2020 se perdió el equivalente a 400 millones de empleos a tiempo completo en todo el mundo, y los ingresos obtenidos por los trabajadores cayeron de media un 10% en los primeros nueve meses de 2020, lo que equivale a una pérdida de más de 3,5 billones de dólares.
Aproximaciones e imprecisiones
Esa inseguridad sobre lo que puede pasar, que dependerá de la evolución de la pandemia y la eficacia y distribución de las vacunas, hace muy difícil cuantificar el coste económico mundial del confinamiento, su repercusión en muchos sectores, las vidas humanas perdidas, las afectadas por el colapso de los hospitales y el tratamiento de los supervivientes con secuelas, entre otras muchas consecuencias.
Con un Producto Interior Bruto (PIB) mundial que ronda los 100 billones (con b, los trillion anglosajones) de dólares y que varía entre los 90 y los 120 billones según el organismo internacional que lo calcule, una caída del 5% supone por tanto una pérdida de 5 billones de dólares, algo menos en euros, aunque con estas magnitudes y las imprecisiones que las acompañan no hay que pedir demasiada exactitud. A esa caída del PIB se le podría sumar incluso el 2% de crecimiento previsto de la economía mundial en 2020 y que se ha visto cercenado por la pandemia. Esa cifra macroeconómica, con todas las salvedades que encierra, englobaría la merma de ingresos de todos los sectores económicos por la caída del consumo y sería, en términos un tanto simplistas, el coste de la covid-19.
Los costes médicos y farmacéuticos, incluyendo la habilitación de nuevas infraestructuras, contratación de personal médico adicional, etc., están siendo sin duda cuantiosos, pero en la cuenta final serán el menor de los costes, por lo que escatimar en ellos -tratamientos, vacunas, personal...- no tiene mucho sentido ante un panorama tan devastador, y, además, no hace falta decirlo, son los más necesarios en estos momentos.
Expectativas frustradas
Extrapolando las consecuencias a medio plazo, algunos organismos, como el Banco Mundial, estiman que en los próximos cinco años las pérdidas acumuladas alcanzarían los 28 billones de dólares, cifra que contempla el impacto sobre las expectativas. En cualquier caso, como escribía ya en abril en The Conversation Javier Gardeazábal, catedrático de Análisis Económico de la Universidad del País Vasco, “la duración de la pandemia será un factor determinante de la evolución de las expectativas. Si hubiese una segunda ola o su incidencia se extendiese durante el invierno, la incertidumbre sobre el futuro podría hacer que la recesión económica se perpetuase”.
Hay, sin embargo, otros factores invisibles más difíciles de cuantificar y que subirían notablemente ese coste de la covid. En un artículo que publicaron en octubre en JAMA Network David M. Cutler y Lawrence H. Summers, economistas de la Universidad de Harvard, se analizaba el valor de una vida humana, cuánto vale para las personas reducir su riesgo de mortalidad o morbilidad, uno de los factores que no se suelen cuantificar en estos escenarios trágicos.
“En política ambiental y sanitaria, por ejemplo, se supone que una vida estadística vale 10 millones de dólares. Con un valor más conservador de 7 millones de dólares por vida, el coste económico de las muertes prematuras (en Estados Unidos) se estima en 4,4 billones de dólares”.
Costes 'invisibles'
Los autores de Harvard sopesan igualmente los costes de los supervivientes de la covid-19, con sus complicaciones a largo plazo. “Los datos sugieren que se produce un deterioro a largo plazo para aproximadamente un tercio de los supervivientes con enfermedad grave o crítica. Debido a que hay aproximadamente siete veces más supervivientes que muertes por covid-19, el deterioro a largo plazo podría afectar a más del doble de personas que el número de las que mueren”. Ese coste invisible lo cifran en 2,6 billones de dólares.
“Incluso las personas que no desarrollan covid-19 se ven afectadas por el virus”, reflexionan. “La pérdida de vidas entre amigos y seres queridos, el miedo a contraer el virus, la preocupación por la seguridad económica y los efectos del aislamiento y la soledad han pasado factura a la salud mental de la población. La proporción de adultos estadounidenses que informan de síntomas de depresión o ansiedad ha sido del 40% desde abril de 2020; la cifra comparable a principios de 2019 fue del 11%. Estos datos se traducen en unos 80 millones de personas adicionales. Si el coste de estas condiciones se valora en alrededor de 20.000 dólares por persona y año y los síntomas de salud mental duran sólo un año, la valoración de estas pérdidas podría alcanzar 1,6 billones”.
Sumando pérdida de producción y reducción de la salud, estiman para su país un coste total de 16 billones de dólares, el 90% del PIB anual de los Estados Unidos. Si tales cálculos y otros más que aportan en su estudio se extrapolaran a todo el mundo, la factura final no sería de 5 billones de dólares sino de más de 50, es decir la mitad del PIB anual del planeta. Ejercicios cabalísticos, quizá, pero que dan una somera idea de los estragos de la pandemia.
La crisis sanitaria ha ocasionado una catástrofe económica: el mundo no había vivido, ni sufrido, nada parecido desde la Gran Depresión de 1929. Off José R. Zárate Offvia Noticias de diariomedico.... https://ift.tt/2VoG9O1
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