En nuestros días, reducida la caza a un hermoso deporte consistente en salir al monte y pegar tiros a los conejos, a las perdices, a los corzos y a todo bicho viviente que se ponga por delante, se olvida con frecuencia que la caza tenía primitivamente carácter mágico o religioso, como al parecer evidencian las pinturas rupestres. Se explica así también la presencia de la raíz ven en las palabras latinas venari (cazar), venatus (caza) y venábulum (arma de caza), así como las españolas venatorio (relativo a la caza o la montería), venado (antiguamente cualquier pieza de caza mayor; hoy, el ciervo) y venablo (dardo o lanza corta arrojadiza).
Venus, la diosa del deseo, el amor y la belleza, surgió desnuda de la espuma del mar y, surcando las olas en una concha (véase la ilustración de Botticelli), desembarcó en la isla de Citera. A esta preciosa concha, que sirvió de nave para la desnudez turbadora de la más bella de las diosas, los romanos la llamaron en latín veneria concha (concha de Venus), de donde provienen tanto el castellano venera como el gallego vieira, más utilizado que ‘venera’ también en el resto de España para nombrar este sabrosísimo molusco. Especialmente abundantes en los mares de Galicia, las vieiras se convirtieron durante la Edad Media en el símbolo de los peregrinos que acudían a Santiago de Compostela a visitar la tumba del apóstol, quienes las incorporaron a su indumentaria y se servían de ellas con dos fines primordiales: como platillo para pedir limosna, y a modo de escudilla para beber agua de las fuentes y manantiales. Buena muestra de lo asociadas que en muchos países europeos estaban las vieiras a los peregrinos que regresaban de Santiago trayéndolas cosidas en sus esclavinas es el nombre que esta concha recibe en francés (coquille Saint-Jacques) o en alemán (Jakobsmuschel): en ambos casos, literalmente ‘concha de Santiago’.
Del latín venerius (relativo a Venus) deriva nuestro adjetivo venéreo, presente en castellano desde mediados del siglo XV para designar todo lo relativo al acto carnal. Veamos, a modo de ejemplo, cómo refiere el segoviano Andrés Laguna en su Dioscórides (1555) los bulos sobre un curioso sistema para «atosigar con napelo» ―«envenenar con acónito», diríamos hoy― a personas muy principales:
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Tengo por burla lo que hallo escrito en algunos doctores árabes, que cierta doncella mui acabada i hermosa fue mantenida desde niña con el napelo, para cautamente atosigar algunos reyes, y príncipes, que después con ella tuviessen conversación venérea.
A partir del siglo XVI, este vocablo comenzaría a utilizarse en medicina en el sentido con el que aún hoy lo usamos; en 1527, Jean de Bethencourt emplea ya la expresión morbus venereus, y Fernel, en 1546, lues venerea. Durante siglos, los médicos hemos seguido llamando enfermedades venéreas a las transmitidas por contacto sexual. A partir de ahí surgieron los términos venereología, para la ciencia, y venereólogo, para el médico especialista en enfermedades venéreas. Este prolífico adjetivo, presente también en expresiones como transmisión venérea, contagio venéreo, linfogranuloma venéreo y condilomas venéreos, ha dado origen además al término venereofobia (temor morboso a padecer una enfermedad venérea). Con todo, no se agota en el adjetivo ‘venéreo’ y sus derivados la repercusión dermatológica de la diosa del amor. Especialmente próxima a Venus ha estado siempre, por motivos bien comprensibles, la terminología de la principal de las enfermedades venéreas, la sífilis. Buen ejemplo de ello son dos de los signos dermatológicos más característicos de la sífilis secundaria: el collar de Venus (lesiones hipocrómicas en la región del cuello, también llamadas ‘sifílides pigmentarias’ o ‘leucodermia sifilítica’) y la corona de Venus (sifílides seborreicas en la frente y la raíz del cabello).
La influencia de esta seductora diosa sobre el lenguaje médico no se limita a la dermatología. En anatomía, por ejemplo, llamamos monte de Venus (mons veneris) a la eminencia celuloadiposa pospuberal cubierta de vello situada en la parte anterior del pubis femenino, inmediatamente por encima de la vulva.
Y no es menor la influencia que la diosa romana del amor ha ejercido en el lenguaje común. Los antiguos conocían siete cuerpos celestiales y, relacionados con ellos, siete días de la semana y siete metales: Luna-lunes-plata, Marte-martes-hierro, Mercurio-miércoles-mercurio, Júpiter-jueves-estaño, Venus-viernes-cobre[1], Saturno-sábado-plomo y Sol-domingo-oro. De hecho, el quinto día de la semana se llama viernes, del latín veneris dies, por estar consagrado a Venus. No deja de ser curioso que, desde la adopción generalizada de la semana laboral de cinco días, la noche del viernes, primera del fin de semana, guarde en nuestros días una estrecha relación con la transmisión de las enfermedades venéreas. Directamente emparentado con Venus está también el quinto día de la semana en francés (vendredi) e italiano (venerdì), pero no en los idiomas germánicos (Freitag en alemán; Friday en inglés; vrijdag en holandés; fredag en sueco y noruego), que lo derivan de Freya, otro de los nombres de Vanadis, la diosa del amor en la mitología nórdica.
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[1] Pocos saben, por cierto, que el símbolo que hoy se ve en las historias clínicas de todo el mundo para designar el sexo femenino, ♀, corresponde al símbolo que los alquimistas medievales utilizaban para representar tanto el cobre como el planeta Venus.
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