En una audiencia previa a la Conferencia Mundial sobre Atención Primaria de Salud, que se ha desarrollado del 25 al 26 de octubre en Astana, Kazajstán, coincidiendo con el cuadragésimo aniversario de la histórica Declaración de Alma-Ata, que sentó las bases organizativas de la Atención Primaria, el director general de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, celebró contar con el “apoyo” del Papa Francisco para “extender el acceso a la salud” a todas las personas porque “es un derecho, no un privilegio”.
Cierto que ese “acceso” debería ser un derecho, pero, quizá por ignorancia o frivolidad, o por confundir ‘salud’ con ‘sanidad’, diversos documentos, políticos y asociaciones reclaman con frecuencia un inexistente ‘derecho a la salud’.
En una de las peores definiciones del término “salud”, la OMS la describe como “un estado de perfecto (completo) bienestar físico, mental y social, y no sólo la ausencia de enfermedad”. Menos utópico, el Diccionario de Términos Médicos de la Real Academia de Medicina la define como “estado de bienestar físico, psíquico y social que permite el desarrollo del propio proyecto vital concebido de forma realista”. Y el diccionario de la RAE se conforma con “estado en que el ser orgánico ejerce normalmente todas sus funciones; conjunto de las condiciones físicas en que se encuentra un organismo en un momento determinado”. No figura como tal en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, en la Constitución española, el artículo 43 reconoce “el derecho a la protección de la salud”, que no es lo mismo que el “derecho a la salud”.
El ejercicio de un derecho implica libertad y capacidad de maniobra. Hay derecho a la propiedad privada, a fundar una familia, a la libertad de expresión, a la libre elección de trabajo, etc. Pero nadie puede reclamar un derecho a un cociente intelectual de 120 o a poseer una isla en el Pacífico. Aunque puedan conculcarse por impedimentos externos, los derechos dependen de la voluntad, y la salud, aunque se pueda mejorar con los avances científicos, no está muchas veces al alcance del ser humano por mucho empeño y dinero que se invierta. Menos aún ese “estado de perfecto bienestar” al que seguramente no ha llegado hasta ahora ningún mortal.
Enarbolar ese falso derecho no hace más que frustrar y estigmatizar a los que se esfuerzan por convivir con síndromes, fobias, parálisis y achaques para los que en ocasiones no hay remedio. Es como mostrarles pérfidamente un bien deseable al que nunca podrán acceder.
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