Uno de cada cuatro médicos recurre a servicios de apoyo a la salud mental o se plantea hacerlo debido al malestar emocional y al agotamiento mental acumulados, según el estudio Repercusiones de la Covid-19 sobre la salud y el ejercicio de la profesión de los médicos de España, de la Fundación Galatea, Organización Médica Colegial, Colegio de Médicos de Barcelona, Mutual Médica y docentes de IESE Business School y el Institut d’Economia de Barcelona, con la participación de 4.515 médicos.
No es para menos. Una intensivista próxima a la jubilación, que pide el anonimato para dar su testimonio, representativo de los de miles de profesionales en España, dice que nunca pensó que viviría lo que vivió en la primera ola de la pandemia y que, en contra de lo que esperaba, la llevó a estar de baja tres semanas, algo que hoy mina su autoestima.
“Empecé con mucha fuerza pero en pocas semanas estaba desolada”, relata. Llegó un momento en el que ingresar en la UCI, recuerda, parecía una sentencia de muerte; “aunque luego el 40% salían”. Lo que peor llevaba era intubar a los pacientes y sedarlos: “Tenía la sensación de que mi voz sería lo último que oirían antes de morir, y me sentía fatal diciéndoles que no se preocupasen, que en unos días despertarían y se sentirían mejor. Era muy difícil para mí hacerlo; sentir una cosa y decir otra”. Las personas en UCI, cree esta intensivista, morían sedadas, pero era mucho peor en planta, porque ahí, conscientes de su final de vida, era donde los pacientes pedían a los sanitarios que no les dejasen solos, que les diesen la mano...
El silencio de aquellas larguísimas semanas, solo roto por las toses, aún le emociona. Otros compañeros destacan también el fuerte olor a bolsa de basura, un producto utilizado como sustituto de los equipos de protección individual (EPI).
“Nos cruzábamos en los pasillos y sólo nos mirábamos, con una tristeza infinita”. Ella casi no dormía; a las 4 h ya estaba dándole vueltas a todo lo que haría al entrar en el hospital alas 8 h”. La angustia por la desatención de pacientes con otras patologías, con todo el hospital volcado en la covid-19, también le pesaba emocionalmente.
Como un ‘tsunami’
Xavier Gómez-Batiste, referente nacional e internacional en cuidados paliativos, cree que lo sucedido en la primera ola lo explica la brusquedad: “Apareció de golpe, como un tsunami, cuando había déficits estructurales y falta de recursos debido a los recortes presupuestarios por la crisis de 2008”. Y destaca especialmente lo vivido en las residencias, donde el coronavirus se cebó en personas de avanzada edad y con morbilidad, ante la impotencia de trabajadores y familiares. A ellas, la falta de medicalización y la imposibilidad de derivar a los enfermos a hospitales, las estigmatizó mayormente: “A las 20 h nadie salía al balcón a aplaudir a sus profesionales, que en algunos centros optaron por encerrarse con los residentes para no contagiarlos a la vuelta de sus salidas”.
Ante esa extraña enfermedad, con un volumen tan alto de afectados que llegaban a urgencias muy avanzados, que empeoraban rápidamente y muchos morían, había una gran incertidumbre que tensionaba más si cabe a los profesionales. No sabían qué hacer, y los servicios de salud y las consejerías autonómicos “no daban órdenes claras y estaban a la defensiva, pero sí exigían mucha información”, explica Gómez-Batiste.
La gente moría “de cualquier manera”, los sanitarios no daban abasto y las familias, con los centros cerrados, no podían apoyarles, lo que complicaba el duelo tras la muerte, destaca. A eso hay que sumar que médicos de especialidades no habituales eran destinados a ver a estos pacientes, y que se contrataban profesionales sin experiencia.
Según el relato de Gómez-Batiste, nadie llamaba a los paliativistas: “Los tenían a su alcance y nadie los utilizó, por la sensación de devastación del sistema”.
Esa experiencia, agravada por la falta de EPI (los sanitarios se contagiaban y algunos, incluso, morían) y el miedo a llevar la enfermedad a sus familias, tuvo un elevado impacto emocional en los sanitarios, cuya falta de formación en materia de final de vida también afectó a su toma de decisiones.
A su juicio, la toma de decisiones difíciles y tener que tomarlas de manera tan rápida (por ejemplo, quién sí ocupaba una cama en intensivos y quién no), también impactó negativamente en los profesionales, especialmente en los que faltó el apoyo de equipo y el liderazgo clínico. “Fue una situación excepcional ante la cual los profesionales no pidieron ni siquiera apoyo emocional porque no tenían tiempo ni capacidad para hacerlo”, añade.
Los profesionales hicieron lo que pudieron, concluye. En la segunda ola, por su presión y la de los familiares, se modificaron los protocolos y los centros fueron más flexibles.
Núria Terribas, abogada experta en bioética y directora de la Fundación Víctor Grifols i Lucas, dice que la pandemia ha puesto sobre la mesa déficits importantes como “la escasa o nula formación de los profesionales sanitarios –salvo determinados colectivos- en escenarios de crisis y muerte inevitable, generándoles gran sufrimiento y secuelas emocionales; el no disponer de estructuras adecuadas de gestión de la información para un rápido abordaje de una crisis de salud pública; la falta de previsión de medios materiales y humanos; la falta de liderazgo claro y basado en el conocimiento científico experto; el evitar que distintas voces mandasen mensajes contradictorios, confundiendo a la ciudadanía y generando desconfianza, y un largo etcétera. Aún estamos en pandemia y no parece que estos deberes pendientes se estén abordando”.
Situación previa
Antoni Calvo, director de la Fundación Galatea, que gestiona un servicio de atención psicológica a sanitarios afectados emocionalmente por la pandemia, con financiación de la Fundación ‘La Caixa’, también comparte que “veníamos de donde veníamos; no estábamos en una situación óptima (…), y la epidemia crece en esa situación. Se sabía que la percepción de la salud mental ya era peor entre los sanitarios que en población general. Explota la pandemia y a quien le toca más de cerca es a los sanitarios”.
Él enumera estos frentes que abrió la covid-19: tomar decisiones sin conocer la enfermedad; miedo al contagio; cambios de rol y de espacios de trabajo, y falta de EPI. Y suma la muerte por doquier, los dilemas éticos de todo tipo y la soledad no deseada que sintieron muchos profesionales y que puede dejarles traumas importantes si no se trabaja en ello. En Galatea, a los que les han pedido ayuda (individual o para un equipo) intentan que sean conscientes de lo sucedido para poder descomprimirse emocionalmente. “Entre el 52-60% de los profesionales en contacto directo con la pandemia de un modo u otro están afectados de manera emocional. Es lógico”, asegura Calvo. Los hay con más capacidad de resiliencia y de cuidarse, que es algo que se obtiene viviendo situaciones adversas.
En Galatea han visto que la pandemia, aunque ha afectado a todos, ha dejado secuelas más profundas en auxiliares y enfermeras y trabajadores sociales que en médicos; y que, de los que pidieron ayuda, el 86% son mujeres, algo que él explica porque se trata de profesiones feminizadas y la mujer tiene menos inconvenientes a la hora de pedir ayuda cuando la necesitan. No obstante, cree que sí ha habido miedo al estigma vinculado al trastorno mental a causa de la pandemia: “Muchos piensan que si piden ayuda quiere decir que no tienen capacidad de afrontar su profesión”.
¿Más ayuda?
Pero Calvo tiene un mensaje positivo: “Constatamos que las administraciones se han puesto las pilas sobre el problema de cómo el propio sistema cuida a sus profesionales. En Cataluña, en el Paime de la Organización Médica Colegial (OMC) se han puesto más recursos para cuidar la salud de los profesionales”.
Josep Arimany, presidente de la Comisión Nacional de Medicina Legal y Forense y director del área de Praxis del Colegio de Médicos de Barcelona, no cree que el sufrimiento de los sanitarios se haya agravado por el miedo a ser objeto de demandas por parte de pacientes con covid-19 y sus familiares. La situación de alarma y, a nivel normativo, el real decreto ley específico, lo ha evitado; ya ha habido sentencias al respecto. “Era difícil asumir responsabilidad en aquellas circunstancia”, afirma tajante.
Montserrat Esquerda, directora del Instituto Borja de Bioética, por su parte, también cree que la situación “nos sobrepasó a todos”. Explica que “era impresionante el silencio, solo roto por las toses, y el olor a bolsa de basura”. Y, desde su punto de vista, el valor del liderazgo se puso muy de relieve. La respuesta, que inicialmente pasó por cambiar turnos y horarios, incluyó, por ejemplo, crear equipos estancos para evitar el contagio de toda la plantilla. Señala asimismo un antes y un después marcado por la disponibilidad de EPI. A partir de ahí, se repensó el acompañamiento a enfermos más frágiles y al final de vida y se publicaron los primeros documentos sobre ética. Pero recuerda: “Se lleva más de un año al 100, 120 y 150%, y el cansancio no es sólo físico, es cognitivo y mental”.
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