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domingo, 5 de diciembre de 2021

Jugando a ser dioses

Opinión
saradomingo
Dom, 05/12/2021 - 08:00
Ciencia inútil
Su inteligencia y astucia los convierte en especialmente peligrosos. (Ilustración: Miguel Santamarina)
Su inteligencia y astucia los convierte en especialmente peligrosos. (Ilustración: Miguel Santamarina)

Tienen el pelo desordenado, son maestros de la carcajada malévola, hablan con un sospechoso acento alemán y guardan en secreto una peculiar afición a tocar el órgano. El ayudante jorobado sería la guinda del pastel. Son las características fundamentales que identifican al científico loco, ese personaje que la literatura, el cine y los cómics han elevado a categoría de icono atemporal de la cultura popular.

Son hombres, casi siempre hombres, que urden maquiavélicos planes para conquistar el mundo, vengarse de la humanidad o las dos cosas a la vez. Su inteligencia y astucia los convierte en especialmente peligrosos, pero su privilegiado intelecto tiene un talón de Aquiles bastante pedestre: se toman tanto tiempo en explicar con detalle sus malvados propósitos al héroe de turno que no tienen ninguna posibilidad de salirse con la suya. Al protagonista le vienen de maravilla esos segundos extra para revertir el rayo mortal que, ironías del destino, acabará para siempre con quien jugó a ser Dios y se acercó demasiado al sol como para no acabar más frito que un torrezno.

Desde Dédalo, probablemente el primer científico loco de la ficción que experimentó consigo mismo y con su propio hijo para huir del Minotauro (Ícaro, mira que no hacerle caso a tu padre...), hasta el Doctor Muerte pasando por, quién si no, Victor Frankenstein, el del doctor chiflado es uno de los arquetipos preferidos por escritores y guionistas para advertir sobre los peligros de la ciencia. A veces el conocimiento conlleva un precio terrible, sobre todo cuando la ética salta por la ventana, por mucho que la intención original sea beneficiar al común de los mortales. El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, ya se sabe.

Dédalo no es el único personaje de la mitología que puede encarnar esa figura. Ahí está Prometeo, el titán condenado a un estado de agonía perpetua después de robar el primer gran avance tecnológico, el fuego, y dárselo a los hombres. Antes de eso, también se encargó de enseñarnos a los estúpidos humanos los principios científicos básicos de las matemáticas, la agricultura y la medicina, nada menos. Sabía que aquello supondría su perdición y un festín infinito para un águila glotona, pero no puede evitar transgredir los límites marcados por los dioses. 

Como bien decía Arthur C. Clarke, físico, matemático y escritor de ciencia ficción, “la única manera de descubrir los límites de lo posible es ir más allá de ellos hacia lo imposible”.

Quien sirvió como plantilla para los científicos locos de la ficción fue uno muy real, Johan Georg Faust, alquimista, mago y astrólogo itinerante de la Alemania de principios del siglo XVI. El Doctor Fausto que conocemos, el que vendió su alma al diablo como hacemos todos al firmar una hipoteca, tomó su forma actual cerca de un siglo después, cuando Christopher Marlowe lo convirtió en héroe trágico antes que Goethe, en un contexto histórico en el que la ciencia iba ganando terreno al oscurantismo de eras pasadas. 

200 años después, Mary Shelley llevó el mito fáustico un paso más allá: Víctor Frankenstein tenía que crear vida además de comprenderla. “¡Está vivo!”, además del primer disco en directo de Los Ramones, es la frase asociada a ese conjunto de tornillos y carne muerta que acaba volviéndose contra su creador.

Los científicos locos del siglo XIX añadieron a su repertorio el hipnotismo y el espiritismo, para adoptar, posteriormente, las nuevas y misteriosas fuerzas de los rayos X y la radiación. 

Los primeros años del siglo XX nos dieron, en lugar de científicos, tecnólogos que, o bien se oponían a ciertos avances de la civilización, como el Capitán Nemo, o ponían la innovación por delante de cualquier consideración moral, como el doctor Rotwang, el genio detrás de esa ciudad futurista devoradora de almas que era Metrópolis.

El doctor Moreau, el doctor Jeckyll o Jack Griffin (el químico protagonista de El hombre invisible) siguieron ampliando el espectro de genios malvados cuyas invenciones les llevaban a perder la cabeza. Eran tipos brillantes, tan marginados como nihilistas, que, paradójicamente, anhelaban las mieles del éxito que podría suponer conseguir un gran avance científico y lograr, además, la aceptación por parte de la sociedad convencional.

Al igual que el castillo gótico, el caserón embrujado, la cabaña en el bosque o el hotel siniestro, el laboratorio es uno de los escenarios clave del cine de terror. Las probetas, tubos de ensayo y matraces con líquidos burbujeantes han sido sustituidos en el cine actual por los minimalistas espacios de empresas tecnológicas y todo su aparataje informático y robótico, dispuesto a cobrar vida y volverse contra su creador ante el más mínimo desliz. Si los científicos locos primigenios eran alquimistas, los Faustos de hoy en día, en su mayoría supervillanos de las factorías Marvel y DC, son bioquímicos o ingenieros genéticos que acaban siendo víctimas propicias de sus transgresiones.

Mientras, otro científico de la ficción como Emmett Doc Brown, el hombre de ojos saltones y pelo a lo Einstein que ayuda a Marty McFly a regresar al futuro, se enorgullece de su creación. “¡Al fin inventé algo que funciona!”, dice el creador del inolvidable condensador de fluzo cuando el DeLorean viaja en el tiempo. Él es la cara amable de la ciencia majara, el reverso luminoso de un arquetipo destinado a perdurar.

La mitología, la literatura y el cine han mostrado a científicos locos y despiadados, que ponen su inteligencia al servicio de la ciencia, con la que quieren conseguir el éxito, dejando de lado la ética. Off Ismael Marinero Opinión Opinión Opinión Opinión Off

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