Durante el inicio de la propagación de la Covid-19 en España, y especialmente tras el decreto del estado de alarma con las medidas de aislamiento y confinamiento inherentes, hemos observado la irrupción de diversas alteraciones a nivel psicológico y psiquiátrico, de diversa gravedad, en personas de nuestro entorno. Lo sorprendente es que algunas de estas alteraciones se han producido en personas sin antecedentes en salud mental, y en las que pensábamos que eran inmunes a padecer dicho grado de perturbación debido a sus dilatadas trayectorias biográficas, laborales y experiencias vitales. Estos hechos nos hacen replantearnos el impacto a nivel mental que puede ocasionar la pandemia en la población general, ya no sólo en el momento actual, sino también en un futuro próximo.
Desde un punto de vista psicopatológico, la pandemia actual está suponiendo un nuevo tipo de estresor con características diferenciales. Es frecuente su comparación con estados de guerra o conflictos internacionales. Sin embargo, en esas circunstancias el enemigo es fácilmente reconocible, mientras que la amenaza durante la pandemia puede estar en cualquier sitio y contagiarla cualquier persona. También ha sido comparada con desastres naturales, como tsunamis o terremotos, pero en esos casos las emergencias estaban localizadas en un área y un tiempo específico, mientras que la situación actual es a nivel global y se desconoce el periodo temporal que abarcará.
Tenemos evidencia de que anteriores emergencias sanitarias han supuesto un absoluto desafío y reto para la salud mental de la población general, ya que todas, por definición, amenazan la vida y seguridad de las personas, su certidumbre y el funcionamiento normal de la comunidad.
Diversos estudios que han medido el impacto psicológico en población general durante las crisis del síndrome respiratorio agudo grave (SARS) en 2004, del Ébola en 2014 y del síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS) en 2018, han detectado un aumento de reacciones de estrés agudo, duelos complicados, síntomas ansiosos, depresivos e insomnio en la población general. Cabría pensar que las consecuencias de la Covid-19 en España alcanzarán resultados parecidos. Por tanto, parece esencial promover y asegurar una cobertura sanitaria a nivel de salud mental, actual y futura, a los diferentes tipos de colectivos a los que irremediablemente impacta esta pandemia y cuyas necesidades pueden requerir actuaciones distintas.
Hay un colectivo de personas afectadas de manera directa: los profesionales sanitarios, los supervivientes y los familiares de los afectados y fallecidos. Entre los profesionales sanitarios, observamos sentimientos de frustración, cansancio emocional o miedo al posible contagio de sus allegados. Entre los afectados, podemos apreciar cierto estigma, sentimientos de soledad, prevalencia de emociones negativas, incertidumbre ante su recuperación total y falta de esperanza. Entre los familiares de los pacientes ingresados observamos un aumento de la angustia por las noticias que reciben de manera dosificada, así como sentimientos de culpa por no poder estar cerca de ellos, circunstancias unidas a que en muchas ocasiones la familia se convierte en un foco de contagio. Y qué decir de los familiares de las víctimas, que sufren la enorme pérdida de sus seres queridos en un contexto de aislamiento, con unas despedidas crueles que pueden dificultar el proceso normal de duelo y generar complicaciones en un futuro. Resulta obligatorio y prioritario promover que estos colectivos acceden a una atención psicológica basada en sus necesidades. Para este colectivo, se han puesto en marcha diferentes protocolos de atención sanitaria en los Hospitales y Servicios de Salud Mental comunitarios.
Existe otro grupo de personas, más desfavorecidas a nivel social, y que englobaría aquellos con situaciones económicas precarias, minorías étnicas desarraigadas, personas que viven en una soledad no deseada, con una red de apoyos sociales insuficientes, así como mujeres víctimas de violencia de género, a las que la pandemia les está afectando de un modo diferente. En este colectivo, serán exigibles suficientes recursos sociales, sanitarios y económicos para cubrir sus necesidades en el medio y largo plazo.
No podemos dejar de mencionar otro colectivo, que es aquel con enfermedades mentales crónicas. Este grupo, ya de por sí vulnerable a la adquisición de infecciones como evidencia la literatura científica, puede verse igualmente desfavorecido por un desplazamiento de los recursos sanitarios hacia otras patologías relacionadas con el COVID-19, por las dificultades que pueden experimentar este perfil de pacientes en la expresión de sus emociones, así como por el estigma hacia la enfermedad mental que puede generar una trivialización de sus necesidades. Para ellos, habría que asegurar, tanto en el momento actual como en un futuro próximo, que no dejen de recibir el tratamiento psiquiátrico ni psicológico adecuado. La irrupción de la pandemia ha supuesto un enorme desafío para los servicios de Salud Mental. Con el objetivo de minimizar la transmisión de la infección, pero a su vez intentar mantener una atención continuada y de calidad, hemos tenido que adaptarnos a un modelo de telemedicina en las consultas ambulatorias así como aplicar cambios en el funcionamiento y estructura de los dispositivos hospitalarios.
En este artículo, sin menospreciar las necesidades de los colectivos anteriormente descritos, queremos también poner de relieve la atención al colectivo de personas sin complicaciones médicas, sociales o económicas, es decir, aquellas aparentemente inmunes, a priori, a los efectos psicológicos de la pandemia por COVID-19. Consideramos que no hay que desdeñar el efecto que el estrés mantenido en el tiempo, el cambio de hábitos, la incertidumbre y la frustración que genera la situación actual, puede producir en este colectivo.
Muchos se preguntarán cuáles de los sentimientos o conductas que tengo ahora, son normales y cuáles no. Los criterios que tendríamos que tener en cuenta para valorar qué sentimientos normales se conviertan en patológicos dependen de la vulnerabilidad biológica de cada uno y de los factores de riesgo y de protección, asociados. Sin embargo, podemos tener en cuenta unas pistas a los que habría que prestar especial atención: que se prolonguen en el tiempo, nos provoquen un sufrimiento intenso, aparezcan complicaciones asociadas y nos afecten en nuestro funcionamiento habitual, aunque es cierto que en ocasiones los límites entre la normalidad y lo patológico pueden ser difusos.
Para el colectivo aparentemente inmune, podría surgir la siguiente pregunta: ¿hay algún tipo de rutina o actividad que se pueda realizar en el ahora, para reducir el sufrimiento tras la pandemia? La respuesta es sí. Una de ellas sería desarrollar la resiliencia que, aunque puede tener un componente genético, se puede reforzar con nuestra conducta. Como bien ha señalado el psiquiatra Luis Rojas Marcos en multitud de artículos, tras experiencias dramáticas, como el 11S o el 11M, existe un crecimiento postraumático que nos permite ser optimistas, pero a la vez realistas y no banalizar lo que estamos viviendo. Para desarrollar la resiliencia, es conveniente ordenar nuestra mente. Esta tarea exige varias conductas, ampliamente conocidas y difundidas adecuadamente en los medios, como buena higiene del sueño, preservar el contacto social, establecer una rutina diaria, hacer ejercicio, practicar relajación, entretenimiento con ocio y cultura (como decía el recientemente fallecido Luis Eduardo Aute: “sin cultura somos bestias”) así como intentar proseguir con las obligaciones del día a día. Además, queremos hacer especial hincapié en otras recomendaciones:
Debemos llevar a cabo durante nuestro confinamiento, una reflexión consciente. Es diferente rumiar que reflexionar. Reflexionando reduciremos preocupaciones poco adaptativas que nos hacen malgastar el tiempo. No sirve de nada preguntarse innecesariamente el porqué, el hasta cuándo, o de quién es la culpa. Tendría más valor preguntarse qué puedo poner en valor en esta situación, qué tenía de valiosa mi vida anterior y qué no quiero poner en riesgo de cara al futuro. En esta línea cognitiva es adecuado contextualizar el malestar; ponerlo en un contexto amplio y no personal nos aliviará, o practicar el altruismo, convirtiendo el dolor en algo útil.
Resulta esencial el concepto de confianza. Se ha resaltado la necesidad de confiar tanto en los expertos como en los científicos que están guiando y aportando evidencias en las decisiones a tomar por las instituciones, pero consideramos que también sería interesante hacer el ejercicio inverso de preguntarnos si yo soy una persona de confianza para estos expertos y sanitaros que están trabajando incansablemente y a los que deberíamos demostrarles que estamos ejerciendo el confinamiento de manera responsable; aceptando el mismo como propio y no como algo ajeno.
Debemos comunicar nuestras emociones; no reprimirlas porque hay riesgo de que se puedan exteriorizar posteriormente a través de síntomas como la ansiedad. En este sentido, resulta esencial verbalizar las mismas a quien nos pueda comprender y validar, no vale cualquiera. Si tenemos dificultad en nuestro entorno, hagámoslo con personas expertas en la materia y que están disponibles en los teléfonos de ayuda habilitados durante la emergencia sanitaria.
Huir de la infodemia. Este término, derivado de la epidemia informativa colectiva, refleja la sobreabundancia de información, a veces rigurosa y en otras ocasiones falsa, a la que estamos sometidos en la actualidad. Es necesario buscar fuentes de información contrastadas y objetivas en determinados momentos del día, pero, a su vez, es primordial desarrollar el pensamiento crítico. Igualmente, hay que aprender a distanciarse de las fuentes de información (medios de comunicación, redes sociales y otras tecnologías afines) con el objetivo de evitar el continuo bombardeo mediático sobre el COVID-19 y lograr también estados de distracción necesarios. En este sentido, nos parece relevante que se haga una educación pedagógica y se expliquen de manera clara y concisa las medidas que se van tomando en los distintos estados de alarma, para reducir el miedo y la incertidumbre que genera esta situación.
Es imprescindible en estos momentos, una gestión adecuada de emociones negativas (ira, rabia, desconfianza y agresión). La dificultad para tolerar el miedo, la inseguridad y la incertidumbre, condicionan la necesidad de buscar responsabilidades (ya sea a nivel gubernamental, mediante teorías conspiratorias o a través de explicaciones irracionales) soluciones con carácter inmediato (lo que motiva a creer explicaciones con carácter pseudocientífico, reduccionistas, y difundidas por profetas visionarios del siglo XXI que inundan masivamente nuestras redes sociales); y ponen en evidencia nuestros sesgos cognitivos. Ya habrá tiempo de dirimir responsabilidades. Ahora, como seres humanos y gracias a que tenemos funciones cognitivas superiores que nos ayuden a priorizar lo esencial, centrémonos en proteger la salud propia y la ajena, dejando atrás aspectos secundarios.
Muchos se preguntan si nuestro mundo será mejor o continuará igual tras la pandemia por el COVID-19; si nuestra sociedad se volverá más egoísta o más ejemplar. Interesante reflexión aunque las certezas, si las tenemos algún día, vendrán en el después y será ese el momento de analizar si hemos aprendido alguna lección. Lo que sí creemos, es que este debate postcoronavirus se quedará a medias si no incluimos la atención a la salud mental de todos estos colectivos, como variable en los planes de contingencia que se están realizando. Llevemos a cabo medidas dirigidas a paliar el estado de shock en el corto, pero también en el largo plazo. Como políticos, no seamos conformistas. Como ciudadanos, es hora de vencer el estigma. No tengamos miedo de pedir ayuda. Nuestra salud mental y la de nuestros allegados, lo agradecerán.
Off Patricia Fernández Martín y Daniel Hernández Huerta. Psicóloga clínica y psiquiatra del Hospital Ramón y Cajal (Madrid). Offvia Noticias de diariomedico.... https://ift.tt/2LnkJfa
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