Por un momento, imaginen cómo serían nuestras interacciones sociales si fuéramos como los perros. Ocasionales gruñidos y ladridos aparte, cada vez que nos crucemos con un congénere debemos someterlo a un profundo y sistemático análisis olfativo a la altura del trasero. Y es que el mejor amigo del hombre es capaz de distinguir desde la distancia cuando otro que se acerca es un amigo o un rival, pero es en las distancias cortas cuando, a través de su privilegiado olfato, decide si lanzarse a jugar, mostrar indiferencia o erizarse y enseñar los dientes. Una señal que podríamos traducir como “contigo no, bicho”.
Nosotros seguimos convencidos de nuestra superioridad como especie, pero el papel dominante del sentido del olfato en las interacciones sociales no sólo es cosa de los perros, sino que se ha documentado ampliamente en todos los mamíferos terrestres… salvo los humanos. ¿Por qué íbamos a ser diferentes? Esa es la pregunta que se plantearon los investigadores del Instituto Weizmann de Ciencias (Rehovot, Israel) responsables de un estudio cuya premisa es, cuanto menos, polémica: las personas tenemos tendencia a entablar amistad con individuos que tienen un olor corporal similar al nuestro.
Todo empezó cuando la estudiante de posgrado Inbal Ravreby, del laboratorio del profesor Noam Sobel en el Departamento de Ciencias Cerebrales de Weizmann, planteó la hipótesis: ¿y si nos hacemos amigos de quienes huelen como nosotros? Y no, no se refería a usar la misma colonia o gel de ducha, sino al olor corporal, ese que inunda las fosas nasales cuando vamos en el Metro en hora punta o estamos en mitad de la muchedumbre en el Mad Cool.
Para plantear semejante premisa se basó en las evidencias que sugieren que los seres humanos olfateamos constantemente, aunque la mayor parte del tiempo lo hagamos de forma inconsciente. Además, otros estudios señalan que solemos hacer amistad con otras personas con apariencia, orígenes o valores similares a los nuestros, algo que se extiende incluso hasta la actividad cerebral. El olor sería una más de estas características que buscamos en los otros y que, llevado al extremo, son una forma más de narcisismo patológico.
Establecida la hipótesis, llegó la hora de ponerla a prueba, y ahí Ravreby sacó la artillería pesada: reclutó parejas de amigos del mismo sexo cuya amistad se había formado originalmente de forma muy rápida, y a otros pares de individuos escogidos al azar. Después, recogió muestras de olor corporal de todos los sujetos y llevó a cabo dos conjuntos de experimentos para compararlas.
En el primero, realizó la comparativa utilizando un dispositivo conocido como eNose o nariz electrónica, que sirvió para evaluar las firmas químicas de los olores y tiene una precisión que ríete tú del protagonista de El perfume. En el segundo experimento entraron en juego las narices de varios y muy valientes voluntarios, que se dedicaron a oler los dos grupos de muestras de olor corporal para evaluar similitudes y diferencias. Ambos experimentos llegaron a una conclusión similar: las parejas de amigos olían significativamente más parecidos entre sí que los individuos de las parejas aleatorias.
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