La llaman la bóveda del fin del mundo. A 130 metros de profundidad, bajo el hielo ártico de las islas noruegas de Svalbard, se abre paso una enorme infraestructura de gruesos muros de acero y hormigón capaz de resistir toda clase de catástrofes. Parece una construcción militar, pero no es un búnker al uso. En sus largas estanterías, a 18 grados bajo cero, se guardan casi un millón de semillas de los principales cultivos que sirven de alimento a la humanidad. El objetivo es preservarlos frente al cambio climático, la contaminación, las catástrofes naturales y la intensiva acción del hombre sobre la tierra y los mares.
En esta Arca de Noé de las semillas no hay sitio para todos. Los cultivos alimentarios parecen blindados, pero el resto de plantas, animales y microorganismos también se están extinguiendo y algunos a velocidad de vértigo. De no actuar, se estima que en 2050 se habrá perdido el 10% de la biodiversidad de la Tierra y en 2100 hasta el 27%.
“Mientras degradamos los ecosistemas se incrementa el riesgo de futuras pandemias”. David Cooper, subsecretario ejecutivo de la Convención sobre Diversidad Biológica, resumía en plena crisis de la covid con estas palabras la amenaza que supone esa pérdida de biodiversidad para la salud humana e, incluso, para la supervivencia de la mayoría de los tratamientos contra enfermedades que se utilizan en la actualidad.
No en vano, este “botiquín natural” incluye fármacos para el VIH o el cáncer que proceden de esponjas marinas, tratamientos para la diabetes o la hipertensión que han sido elaborados a partir de sustancias que segregan serpientes tropicales, analgésicos extraídos de amapolas o caracoles, antipalúdicos nacidos de la corteza de árboles amazónicos o moscas de la fruta que han ayudado a desvelar los misterios del genoma humano.
No importa dónde se mire. La naturaleza ha sido siempre fuente de provisión y de inspiración para el conocimiento médico, y la amenaza actual contra la biodiversidad es una amenaza también contra la salud presente y futura de la humanidad que exige la implicación de todos y, en especial, del sector farmacéutico, puesto que desarrolla una actividad esencial que depende en gran medida de los recursos naturales.
Por ello, desde este sector se han creado entidades como SIGRE, que trabaja desde hace más dos décadas con el objetivo de proteger la naturaleza y contribuir a la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030, especialmente de aquellos más ligados a la salud y al medioambiente.
Una tarea a la que también contribuye el trabajo que realiza la industria farmacéutica, bajo la coordinación de SIGRE, para minimizar el impacto ambiental de los envases de medicamentos, que ha permitido disminuir un 25% su peso gracias a las más de 3.000 iniciativas de ecodiseño adoptadas durante los últimos veinte años.
De igual manera, el modelo de funcionamiento de SIGRE actúa contra el cambio climático al basarse en la logística inversa, con una red de farmacias que ofrece a los ciudadanos más de 22.100 puntos de recogida de residuos y un transporte por parte de la distribución farmacéutica que permite evitar la emisión de 1.400 toneladas de CO2 anuales a la atmósfera.
No hay Arca de Noé capaz de preservar toda la biodiversidad del planeta, pero todos podemos ayudar a mantener los ecosistemas en los que vivimos, de forma que sigan proporcionando las soluciones médicas que necesitamos para cuidar de nuestra salud.
Porque un botiquín bien cuidado ayuda a proteger la naturaleza y una naturaleza bien cuidada ayudará a proteger nuestro botiquín de mañana.
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