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domingo, 15 de agosto de 2021

Pseudociencia, el lado oscuro. Magia

Emilio Molina
saradomingo
Dom, 15/08/2021 - 08:00
Nuestros cerebros aborrecen el caos, y están dispuestos a hacer cualquier cosa para descartarlo
Nuestros cerebros aborrecen el caos, y están dispuestos a hacer cualquier cosa para descartarlo

«Los niños ven magia porque la buscan.» (Christopher Moore). No me cansaré de insistir: somos monos que bajamos de los árboles anteayer en términos geológicos. No hemos sido los más fuertes, los más veloces, los que mejor se camuflan ni los que mejor se defienden.

Nuestra especie, sin embargo, ha prosperado sobre las demás por su capacidad de establecer relaciones causales en la Naturaleza, y usando esa información para construir herramientas que les permitan ser los más fuertes, los más veloces, los que mejor se camuflan y los que mejor se defienden. Esta capacidad de encontrar patrones nos ha ayudado desde el manejo del fuego hasta desvelar complejos misterios del Cosmos (incluyendo su propia existencia, ignorada por el resto de seres vivos que nos acompañan en este punto azul pálido).

A nuestro cerebro le encanta descubrir las relaciones ocultas (sudokus y crucigramas no son tan populares por nada), pero en esa compulsión a la hora de buscar dichas relaciones no es extraño que se cruce con su archienemigo: el azar. Por definición, el azar es la ausencia de orden, lo casual, lo fortuito e imprevisto. Incluso, a veces, dentro del azar hemos sido capaces de descubrir algunos patrones; desde algunas tendencias estadísticas hasta las relativamente recientes teorías del caos que alimentan nuestro conocimiento meteorológico.

Pero estas relaciones con el azar o lo desconocido, por lo general no suelen empezar con buen pie, y nos resulta muy fácil caer en la apofenia, creyendo encontrar patrones donde no los hay (como las famosas pareidolias que nos llevan a “ver” caras en los lugares más insospechados”).

Nuestra primera relación con la meteorología, sin ir más lejos, no fue precisamente la de consultar en un satélite la evolución más previsible de un sistema caótico de nubes a tres días vista, sino la de hacer tonterías como bailar y cantar frenéticamente porque así creíamos estar invocando al líquido elemento. Nuestra última relación con la meteorología, a juzgar por lugares donde todavía se sacan figuras religiosas con ese mismo fin, aún sigue por el mismo camino en algunas mentes.

Nuestro cerebro está dispuesto a autoengañarse para descartar el caos

Y es que este tipo de pensamientos mágicos nos proporciona un asidero a donde agarrarnos cuando perdemos la sensación de control que tanto nos gusta. El tarot, la videncia o la astrología son ejemplos clásicos de los atajos que algunos creen poder tomar a la hora de que “el Universo” les dé respuestas sobre su devenir, en base a relaciones tan arbitrarias como improbables.

Hay un subtipo de pensamiento mágico llamado “magia por simpatía”. Si algo se parece a algo, automáticamente nos da la sensación de que ha de haber algún tipo de relación íntima entre ambos fenómenos. Corrientes como la popular “Ley de la Atracción” o la “Ley del Espejo”, que promulgan que atraes a tu vida aquello que tú mismo le aportas, están basadas en estas premisas. También infinidad de propuestas terapéuticas del estilo de que las nueces son buenas para el cerebro porque tienen una forma que nos recuerda a él, o lo mismo con las alubias para el riñón, la coliflor para los pulmones, el jengibre para los intestinos, el vino para la sangre, el apio para los huesos…

La reflexología bebe poderosamente de este tipo de pensamiento mágico. El ejemplo clásico es la reflexología auricular, que viene a proyectar la forma del feto sobre el pabellón auditivo y afirma que la manipulación (por acupuntura, digitopuntura o similares) de sus distintas partes provocará cambios en la zona reflejada, por absurda e inexistente que sea su relación fisiológica con la oreja.

La kinesiología holística, por ejemplo, pretende comprobar si un producto nos resultará perjudicial (por ejemplo, un alimento) viendo si al sostenerlo con el puño sufrimos una pérdida de firmeza en el brazo que lo sustenta por el mero hecho de hacerlo. De esto, que parece una completa estupidez (y es lo que parece), puede encontrarse partidarios y promotores incluso entre profesorado de fisioterapia de algunas universidades españolas.

El pensamiento mágico nos acompaña en fenómenos como creer que llevar una mascarilla, sin atender y entender su funcionamiento, nos puede bastar para prevenir una infección por coronavirus; como alguien me dijo en redes sociales, la gente la lleva de cualquier manera y sin preocuparse por su necesario mantenimiento, y de una medida profiláctica hacen un amuleto mefítico.

Como las lejías desinfectan, algunos echan mano de la magia por simpatía para promover que beberlas, aspirarlas o inyectárselas en vena debe ser igualmente beneficioso.

Las muchísimas teorías de la conspiración que pululan por la sociedad, de nuevo, surgen de gente alentada a encontrar algún tipo de patrón que les simplifique cerebralmente un caos complejo de interrelaciones a veces muy sutiles, y que paradójicamente consiguen a menudo convertir accidentes y desastres naturales simples en diagramas oscuros de dependencias retorcidas con procesos sin relación alguna pero que para ellos son obvios “en cuanto conectas los puntos”.

Tengo un juego con mis pequeños, consistente en que, cuando estamos llegando en coche hacia nuestro abarrotado parking residencial, empezamos a cantar “¡Que haya sitio! ¡Que haya sitio!”. Cuando hay sitio, claramente es porque hemos cantado muy bien. Cuando no lo hay, por supuesto, es que algo hemos hecho mal: quizá no hemos empezado a cantar pronto, o no hemos cantado con el suficiente volumen, o no lo hemos hecho creyendo “de verdad” que iba a funcionar. El pensamiento mágico siempre tiene explicaciones ad hoc cuando falla, y normalmente en la línea de culpar al individuo de que no ha hecho bien algo, porque el vínculo establecido entre causa y efecto no puede ser erróneo de ninguna de las maneras. Quizá nos lleva a pensar que hay alguna otra relación intrínseca que nos queda por descubrir, y nos lleva a seguir profundizando en pensamientos mágicos más sofisticados. Esto ocurre con absolutamente todos los anteriores casos descritos.

Nuestros cerebros aborrecen el caos, y están dispuestos a hacer cualquier cosa para descartarlo. Incluso, y sobre todo, autoengañarse.

Off Emilio Molina. Vicepresidente de la Apetp Opinión Opinión Opinión Opinión Off

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