La transformación digital llegó a nuestras vidas disfrazada de pegadizos eslóganes: Muévete deprisa y rompe cosas. Una lectura mucho más sosegada -a la que llegamos tras algunos años- nos permitió darnos cuenta de que moverse deprisa implicaba dejar demasiados asuntos atrás y que lo de romper cosas equivalía, en la práctica, a correr el riesgo de destrozar aquello que debíamos preservar.
Aquel eslogan primaba la acción sobre el análisis, como si fueran excluyentes. De la aplicación de algo así en nuestro Sistema Nacional de Salud no podía salir nada bueno: la Era de los Pilotos.
Iniciamos entonces una etapa en la que todo el mundo -Ministerio, Gobiernos Autonómicos, sociedades científicas, compañías del sector...- tenía un piloto. Había muchos. Demasiados. Infinitos.
Todo el mundo tenía un plan para cambiar el mundo. Y como el conocimiento estaba al alcance de un clic y había autoproclamados gurús de prácticamente todo, despreciamos el proceso de aprendizaje y nos fuimos directos a la casilla final: la disrupción absoluta de un modelo que, aunque utiliza procesos de una manera masiva, en realidad se apoya en un concepto muy sencillo, el talento de las personas que configuran el sistema.
Y para que ese talento alcance la excelencia y ofrezca VALOR, requiere aprendizaje, capacitación, financiación y rendición de cuentas.
Porque acción y análisis no son excluyentes y la transparencia y la rendición de cuentas son críticos para mejorar en un sistema que se apoya en el conocimiento.
El valor de la transformación no reside en la tecnología o los procesos, por muy rompedores que sean. Son parte clave, sin duda, pero el lugar donde cimentar el salto cuántico que esperamos dar no está ahí, sino en las personas, en los profesionales sanitarios y en los pacientes.
Si la sanidad tuviera una mecánica absolutamente predecible, una inteligencia artificial sería capaz de gestionarla. Pero las dinámicas en sanidad están condicionadas siempre por el factor humano. Y aunque sí hay un número alto de procesos que pueden mecanizarse y, por tanto, predecirse, el sistema seguirá estando condicionado por ese factor humano.
Por eso la transformación, la verdadera transformación en nuestra sanidad, tiene que ver con las personas, con su talento, sus motivaciones, sus incentivos -tanto personales como impuestos por sus organizaciones- y, naturalmente, con sus expectativas.
Y esa transformación debe atravesar la epidermis y los eslóganes. Debe llegar donde realmente duele. Porque una transformación que no duele es maquillaje. Es una performance. Transformarse cuesta: es incómodo, desagradable y en ocasiones provoca vergüenza propia y ajena. Se parece a la pubertad.
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