Dicen que la obesidad es una pandemia silenciosa que sufren una de cada ocho personas en el mundo. Pero este problema de salud pública pide a gritos un plan de choque, porque de ella nacen otras enfermedades: diabetes, cáncer, infartos, colesterol, hipertensión... que no solo minan el organismo de las personas, sino también las capacidades de la sociedad. Aquí hablamos de una caída de productividad que, en el conjunto de la OCDE, supone un 3,3% del PIB y la pérdida de 54 millones de trabajadores a tiempo completo en sus 52 estados miembro. En nuestro país, se 'come' el 2,5% del PIB y emite una factura de 25.700 millones de euros entre costes directos e indirectos.
La obesidad va más allá de los kilos extra que disparan las cifras de azúcar en sangre, la tensión arterial y aumentan las placas de colesterol en arterias, entre otros trastornos. Estar pasado de peso genera un estigma en quien lo sufre que vive con la losa permanente «de estar a dieta siempre y que no funcione». El problema es que las previsiones no son halagüeñas: en unas décadas, en 2050, serán obesos seis de cada diez adultos y un tercio de los niños y adolescentes, según las previsiones de The Lancet.
Para atajar esas cifras, el mundo ha puesto sus esperanzas en los nuevos fármacos antiobesidad: los GLP-1, moléculas basadas en la imitación del péptido-1 similar al glucagón, que ya tenemos en el organismo. Se secreta en el intestino y manda señales al cerebro y al resto del tubo digestivo indicando que el alimento llegó y que no se necesita comer más. Pero, «no debe ser solo así», lamenta uno de los padres de las investigaciones que han dado forma a la hoy archifamosa familia de Ozempic, Wegovy y Mounjaro.
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