"Éramos pocos y parió la abulea" (dicho popular).
Desde el sarcasmo suelo decir que, dentro de las corrientes pseudocientíficas, el antivacunismo nunca me ha preocupado excesivamente porque es una creencia irracional que se autocontiene. Por desgracia, la cantidad de sufrimiento innecesario que conlleva es absurda, tan absurdo como estar a punto de pasar el primer cuarto del siglo XXI y tener que lidiar con gente tan tontísima. ¿O no lo son?
Rascar en la psicología del colectivo antivacunas ofrece un panorama bastante heterogéneo, con factores comunes como que se junte el miedo a una ciencia o tecnología que no entienden con ideas de corte conspiranoico sobre que esas acciones están encaminadas a conseguir un oscuro propósito.
El problema de esta conjunción de inestabilidad mental y analfabetismo científico, si se deja proliferar, es que en algún momento una persona con esas "ideas" terminará en puestos de responsabilidad, donde puede tener a su cargo desde la enseñanza de otra mucha gente hasta la misma salud física o mental de una población entera.
Con la pandemia de covid pudimos ver en directo cómo se generaban caldos de cultivo digitales de recelo, miedo y desconfianza entre la población. Hasta ahí, bastante entendible. En el momento en el que, entre esa población, destacaron algunos supuestos investigadores y profesionales médicos (algo que por pura probabilidad siempre es esperable que ocurra), las suspicacias no hicieron sino crecer exponencialmente en esos grupos y arraigarse mucho más si cabe.
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