La sesión inaugural del IX Congreso Nacional de Ética y Deontología Médica celebrado en Palma comenzó con una sugerente cuestión a los efectos de “averiguar” si entre los presentes había algún doctor robot para pasar a narrar el caso de Xiaoyi y otras experiencias de médicos robots.
Actualmente nos encontramos en un contexto en el que la edad media poblacional es cada vez mayor, la prevalencia de enfermedades crónicas y la dependencia se incrementan, el gasto sanitario es cuantioso y la medicina en auge es la personalizada. Un cambio de modelo se impone en el que nuevas tecnologías han irrumpido con fuerza.
La medicina personalizada de precisión implica una nueva perspectiva para el tratamiento y para la prevención de enfermedades que toma en consideración la variabilidad individual del genoma y los factores externos propios de cada individuo, lo que permite ofrecer a cada paciente un diagnóstico y un tratamiento personalizado.
La tecnología que va a hacer posible este cambio de paradigma en el cuidado de la salud es la IA, que en esencia es un programa informático que se nutre de datos que alimentan al algoritmo, que no es sino un conjunto de instrucciones para resolver un problema. Su irrupción en la sociedad la convierte en una de las tecnologías disruptivas con más posibilidades, pero también con más riesgos y, en mayor medida, en sus aplicaciones a la salud.
Uno de los primeros ejemplos de IA en torno a 1955 fue el programa de juego de damas de Arthur Samuel, mediante el cual el primer ordenador de IBM mejoraba sus habilidades en el juego de damas de modo autónomo aprendiendo de su propia experiencia. Los primeros pasos de la IA suponían una mera programación con limitaciones importantes en situaciones que son intuitivas y sencillas para un humano como reconocer imágenes o entender una conversación. Por ello, para avanzar, los sistemas de IA necesitaban adquirir su propio lenguaje extrayendo patrones a partir de los datos, capacidad que se denominaría aprendizaje de la máquina.
El aprendizaje automático o Machine Learning en sus inicios se servía de expertos humanos para clasificar las características relevantes a partir de las que el sistema se entrenaba, fuesen datos o imágenes. Así, en el ámbito asistencial, ha sucedido con los programas que son capaces de diagnosticar la retinopatía diabética a partir de imágenes previamente clasificadas por oftalmólogos.
Con posterioridad, un paso más implica que ya son los algoritmos los que aprenden a extraer las características relevantes a partir de los datos sin definición previa por el experto humano. La evolución de ello conduce a modelos que funcionan mediante técnicas de aprendizaje profundo mediante redes neuronales, donde el aprendizaje se realiza a través de características compuestas o jerárquicas en varios niveles, desde el más simple al más complejo. Estos modelos son muy valiosos para la clasificación de imágenes médicas o para el procesamiento del lenguaje natural.
Con todo y pese a este escenario seductor que la IA del futuro nos brinda, hoy no podemos hablar todavía de una IA autónoma. Por el momento, convivimos con sistemas de IA a los que, tras proporcionarles ingentes cantidades de datos, son capaces de resolver problemas por medio de la relación entre los mismos. La IA actualmente accesible implica un sistema capaz de realizar una tarea concreta o específica -puede ser que con más destreza y acierto que un humano-, pero se limita a ese cometido. La IA del futuro podría implicar una inteligencia similar a la inteligencia humana, o incluso superarla. En este caso se trataría de una IA de tareas generales, capaz de resolver tareas variadas no previstas, de procesar información, pensar, razonar y crear, para dar respuesta tras analizar el entorno, de un modo similar al cerebro humano.
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