Escribí la mitad de Afro en una sola noche de octubre de 2010, la primera que pasé en Freetown, Sierra Leona. La estructura del poema, muchos pasajes y muchos de los elementos más importantes (el tono, la forma, la mezcla de voces e idiomas) quedaron tal cual en la versión definitiva, que requirió otros cinco años de trabajo.
Ocurrió así porque aquella noche tenía que escribir. Meses antes de llegar a África Occidental, donde viví entre 2010 y 2012, participé en la evacuación de europeos de Haití, y me di cuenta de que podía usar la cámara de fotos como filtro entre mi sensibilidad y una realidad que era difícil de aceptar. Objetivar la realidad, hacerla más pequeña que yo, reducirla a un objeto concreto, me permitía dejar de sentirla, sacarla de dentro de mí y manipularla. Aunque no fotografié personas, si aquello estuvo mal, si manipulándola simbólicamente incrementé el sufrimiento de una sola víctima, lo siento. Y la necesidad de la que salió Afro fue parecida. En mis primeros meses en Liberia tuve una crisis que me hacía mirar al suelo más de lo que yo quería. Añádanse los desagradables efectos secundarios de los antipalúdicos que tomaba todavía. Sospecho que aquellos medicamentos me causaron efectos secundarios que todavía experimento; a menudo siento el cerebro velado, como envuelto en paños. En todo caso, si, en mi primera noche en el Hotel Mamba Point, de Freetown, me senté ante una mesa y empecé a escribir, fue porque volvía a necesitar hacerlo. El malestar que sentía era enorme, lo más escogido de una depresión ya extensa. Mediante algo no del todo consciente, intuía, también en esta ocasión, que una forma de aliviar el malestar era objetivarlo, es decir, convertirlo en objeto; sacarlo de mí; manipularlo, en el sentido más prosaico del término: casi trabajarlo con las manos, como quien amasa, mirarlo desde todas las perspectivas. Pensarlo y no experimentarlo.
En octubre de 2011, un año después de aquella noche, contraje paludismo. Durante un mes, la enfermedad resistió los tratamientos más habituales y tolerables. (En Monrovia, Abiyán y Madrid, los informes también dijeron fiebre tifoidea y tuberculosis. Dada la poca fiabilidad de las pruebas diagnósticas de estas enfermedades, quién sabe si tenían razón). Como no dieron resultado positivo los medicamentos más suaves (autovacuona+proguanil, artesunato), tuve que someterme a un tratamiento con quinina, primero intravenosa y con varios días de ingreso, y luego en forma de pastillas. La intoxicación por quinina, como es sabido, es una enfermedad en sí misma, pero atesoro la sensación de estar en el corazón de una flor de tinnitus, como la tilma de Juan Diego, como la mosquitera más ligera y protectora. Por otra parte, el paludismo cambió las migrañas que había padecido hasta la fecha, y se hicieron mucho más frecuentes, pero más breves, y con la atenuante ocasional de las alucinaciones, que antes no había tenido, y que ahora me hacen mucha compañía.
Todas esas experiencias están en Afro. Por eso hay descripciones de mis alucinaciones, mis síntomas, los tratamientos que recibí, y las personas que llenas de amor me los administraron, y del Catholic Hospital de Monrovia, entre otras cosas. El año pasado publiqué otro libro, Everyman, en el que también hay enfermedades, polillas, hospitales y depresión. Desde la malaria, la relación entre el dolor físico y el cuerpo; entre el cuerpo y la mente y el alma, o lo que sea; entre la depresión y la personalidad; desde entonces todas estas relaciones son asuntos fundamentales de lo que escribo.
Guillermo López Gallego
Guillermo López Gallego, diplomático y autor del poemario ‘Afro’, reflexiona sobre la relación entre enfermedad, medicación, poesía, dolor y salud mental. Off Guillermo López Gallego Offvia Noticias de diariomedico.... https://ift.tt/pXvJGF7
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