Cuando era un estudiante en la Universidad de Harvard, Robert Sackstein empezó a tener contacto con los trasplantes de médula ósea; entonces constató que uno de cada cuatro pacientes que recibían el tratamiento moría al poco tiempo, al producirse un fallo en el injerto: las células trasplantadas no encontraban su camino por el torrente sanguíneo hasta la médula ósea. Así empezó a profundizar en los mecanismos moleculares que guían a las células en ese proceso, para lo que contó con la ayuda como mentor del premio Nobel de Medicina y pionero en el desarrollo del trasplante Donnall Thomas. Las investigaciones de Sackstein han culminado en una tecnología basada en la modificación de las membranas celulares mediante la inserción de un GPS que permite dirigir a las células madre mesenquimales hasta los tejidos dañados.
Al igual que las células con las que trabaja para curar algún día la osteoporosis, este médico e investigador también parece contar con un GPS que ha guiado su carrera desde bien pequeño. A pesar de las vicisitudes de su infancia y juventud, o quizá gracias ellas, nunca abandonó una fijación precoz por tratar la enfermedad pero “entendiendo siempre cómo”. Actual profesor emérito de Harvard y vicepresidente de asuntos médicos de la Universidad Internacional de Florida, en Miami, Sackstein se enorgullece de la influencia de su familia cubana, con ascendencia española, en esta entrevista que le hacemos en Los Alcázares. Aquí ha codirigido un curso de Terapias Avanzadas organizado por la Sociedad Española de Hematología y Hemoterapia (SEHH), el Instituto de Salud Carlos III y la Universidad de Murcia.
PREGUNTA. Nadie supondría por su nombre que tiene un abuelo leonés.
RESPUESTA. Por parte de mi padre tengo familia judía de Lituania y Alemania, y por parte de mi madre, de España. Mis padres se conocieron en Nueva York, donde nació mi padre. Él había estado con el ejército estadounidense en la II Guerra Mundial, y se consideraba un ciudadano del mundo. Mi madre era una pianista cubana que estaba en allí estudiando con Claudio Arrau, el mejor intérprete de Beethoven, con una beca del gobierno de Batista. Se conocieron a finales de la década de 1940 y se casaron allí, pero mi madre quería tener a sus hijos en Cuba, así que se instalaron en La Habana, y ahí nací yo. Soy Sackstein Guerrero, aunque perdí el segundo apellido al llegar a Estados Unidos. La familia de mi abuela materna procede de Sevilla y de Canarias, y mi abuelo materno nació en Villafranca del Bierzo. Se marchó a Cuba con 20 años y nunca regresó a España, pero siempre la tuvo muy presente; nos contaba muchas anécdotas de su pueblo natal y crecí conociéndolo muy bien. Tanto, que hace unos años fui a ver el pueblo y era tal y como me lo describía.
P. ¿Es cierto que su padre tuvo que salir de Cuba porque pensaban que era un espía de la CIA?
R. Así es. Mi padre era el vicepresidente de Legión Estadounidense, donde había veteranos del ejército. En 1960, fusilaron al presidente de esa organización, un buen amigo de mi familia, y avisaron a mi madre de que el siguiente sería mi padre. El mismo Ché Guevara lo quería fusilar. Fue saberlo y huir a Miami con una maleta. Yo tenía tres años a punto de cumplir cuatro. Aunque mis padres me decían que nos íbamos de vacaciones, recuerdo a mi madre llorar mucho. No entendía su tristeza. La veo como si fuera ayer. Hace unos años, me reencontré con uno de mis vecinos de entonces en La Habana y me confirmó que al poco de salir nosotros de casa, llegaron una treintena de militares, con camiones. Él, que era un niño de ocho años, y su familia estuvieron escondidos durante un mes temiendo que fueran también a por ellos.
P. Ya exiliados en Miami, usted fue un niño muy precoz; enseguida tuvo claro que quería ser médico.
R. Cuando llegamos vivíamos 19 personas en una casa de tres habitaciones. Mi abuela siempre se iba a dormir a las 3 de la tarde un rato, porque le dolía mucho la cabeza, y yo pensaba que era por la guerra que le daba, pues era un niño muy movido. Luego supimos que tenía hipertensión arterial. Entonces había muy pocos tratamientos y yo le prometí que le buscaría uno. Así fue cómo a los 12 años empecé a ir a la biblioteca de la Universidad de Miami para estudiar sobre la enfermedad. Por entonces, un experto en hipertensión, el profesor Murray Epstein, estaba investigando en esa universidad. Le pedí a mi padre que me ayudara a conocerlo y conseguimos una cita con uno de sus asistentes. Recuerdo que se quedó muy sorprendido al verme, pues no imaginaba que yo fuera un chico de 13 años. No podían ofrecerme un trabajo para alguien de mi edad en el laboratorio, pero mi padre le insistió: “Mi hijo sabe trabajar duro”. Y me dejaron ser voluntario. Me encargaba de limpiar las cajas de las ratas de los experimentos. Las limpiaba a conciencia, con un cepillo de dientes. Las dejaba tan relimpias, que los datos que se recogían estaban libres de cualquier elemento contaminante y los experimentos avanzaron con gran rapidez. Pronto estaban en condiciones de empezar el ensayo clínico con el medicamento, que resultó ser el captopril. Como agradecimiento por el esfuerzo, me permitieron incluir a mi abuela en el estudio. Entonces supe que quería ser médico, pero también trabajar en el laboratorio.
P. Llama la atención esa determinación en una persona tan joven. ¿Tuvo alguna influencia en su familia?
R. Un tío mío era cirujano, pero lo que yo quería era curar como investigador, hacer ciencia. Mi madre nos enseñaba música; pronto vi que no era lo mío, al contrario de lo que le ocurría a mi hermana, que tenía mucho talento. En cambio, yo tenía muchas más facilidades para la ciencia. Además, cuando era pequeño me impresionó el hecho de que un primo mío perdiera un ojo por un glaucoma congénito. ¿Cómo puede ser que la medicina no sea capaz de salvar un ojo?, pensaba. Eso me reforzó en mi objetivo de ser médico e investigador.
P. Desde luego lo ha cumplido, porque a lo largo de su carrera ha combinado siempre la clínica con la investigación. Ahora está volcado en el desarrollo de una terapia celular somática para tratar la osteoporosis. ¿En qué punto se encuentran esos trabajos?
R. Estamos analizando los datos de un estudio clínico inicial. Es una enfermedad muy prevalente y terrible. Mi madre falleció de osteoporosis. Tenía 93 años y era capaz de tocar un concierto de tres horas de memoria, pero llegó un momento en que no podía moverse por una fractura vertebral grave; terminó muriendo por una complicación pulmonar. Estoy convencido de que las células madre mesenquimales pueden ser la solución. Tenemos que hacer los estudios que garanticen la seguridad de esa terapia y aún no puedo comentar los resultados del ensayo que estamos llevando a cabo en la Universidad de Murcia y el Hospital Universitario Virgen de la Arrixaca, con el grupo de José María Moraleda, pero sí puedo decir que los datos son prometedores.
P. ¿Qué efecto esperan conseguir con ese tipo de células?
R. Cada tejido del cuerpo humano tiene las suficientes células madre mesenquimales (CMM) para impulsar la regeneración. Pero a medida que se envejece, se pierden y también esa capacidad de reparar tejidos. Es algo visible en la piel de los jóvenes y de los mayores, sin ir más lejos. Las CMM exhiben, por una parte, un efecto antinflamatorio, y, por otro, son capaces de estimular a la célula del tejido en el que se encuentran. Por ese potencial regenerador, en el futuro yo veo a los jóvenes guardando sus CMM para usarlas como regeneradores en la vejez. Son una fuente de juventud.
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