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miércoles, 4 de diciembre de 2024

‘Diga treinta y tres’

Fernando Navarro
Fernando Navarro
Mié, 04/12/2024 - 09:00
Humor y lenguaje

Hoy se cumplen cinco años de la muerte del pediatra y escritor José Ignacio de Arana, colaborador asiduo de este Laboratorio, quien alcanzó la gran fama con su libro Diga treinta y tres (Espasa, 2000), del que llegó a vender en su momento cientos de miles de ejemplares. Se trata de una divertida recopilación de anécdotas médicas de cosecha propia y ajena en consultorios, hospitales y visitas a domicilio, reproducidas con gracejo y en un tono siempre respetuoso con el paciente. Buen número de ellas giran en torno a las peculiaridades del lenguaje médico, ya sea en boca de algún paciente o en boca de algún profesional sanitario; basten a modo de ejemplo las dos anécdotas que reproduzco a continuación.

El paciente malinterpreta la jerga médica

En medicina se da el curioso nombre de ‘cuerpo extraño’ a cualquier objeto ajeno al organismo que se introduce dentro de este y queda alojado en alguna de sus cavidades o conductos; por ejemplo, para referirse a objetos tragados, tan frecuentes en la edad infantil, introducidos en las fosas nasales, en el oído o en los ojos, etc. En realidad, las posibilidades de presentación de cuerpos extraños y la variedad de estos es casi infinita y en muchos casos representan el final médico de una historia humana muy singular y complicada. Ahora quiero referirme a un caso en el que lo anecdótico está en la misma utilización del término que vengo comentando.

Al servicio de Urgencias llega un paciente relatando que, mientras trabajaba en una labor de carpintería, le ha saltado un fragmento de madera al ojo y que lo nota allí clavado. Tras una rápida inspección, la enfermera que ha recibido al paciente confirma que tiene una pequeña astilla clavada en el párpado, algo que debe resolverse de inmediato. Indica al hombre que pase un momento a la sala de espera —a esa hora llena de gente— mientras avisa al doctor. El médico decide que esa urgencia es prioritaria sobre las que aguardan su turno de atención y le dice a la enfermera que haga pasar enseguida al carpintero. La enfermera, habituada a utilizar la jerga médica sin pararse a pensar en que quizá el público no la entiende, se asoma a la puerta de la sala de espera y anuncia en voz bien alta:

—¡A ver, que pase el señor del cuerpo extraño!

Nadie responde a su llamada. Echa un vistazo a los grupos de personas que se encuentran en la sala y, como no ve al paciente, insiste:

—¡El señor del cuerpo extraño que pase enseguida!

En eso, un hombre se levanta con cierta dificultad del asiento que ocupaba desde hacía mucho rato y se aproxima a la enfermera. Es un hombre con una marcada deformidad en la espalda, una chepa considerable, que, además, cojea ostensiblemente y tiene una parálisis facial, secuelas quizá de un grave accidente o de otra enfermedad. El sujeto se para junto a la enfermera y le dice:

—Bueno, bueno, ya paso. Pero, ¡joder!, me podía haber llamado de otra manera, ¿no?

El médico malinterpreta la jerga del paciente

A veces quien se equivoca es el médico porque, creyendo oír de labios del paciente un término mal pronunciado, hace su propia corrección sobre la marcha y mete la pata. Para comprender el caso que voy a contar, hay que imaginarse una consulta masiva de medicina general donde el médico, sobrepasado en su labor por más de un centenar de pacientes que tenía que ver en dos horas —y así eran hasta hace unos años muchas de las consultas de la Seguridad Social—, se limita a expedir volantes para los distintos especialistas según los síntomas que muy someramente le cuente el enfermo o, directamente, según la petición de este.

A la consulta del oftalmólogo acude una voluminosa mujer algo entrada en años y en carnes, provista de su correspondiente volante del médico general.

—Usted dirá, señora.

—Pues verá. Es que cuando termino de hacer de vientre y me limpio, el papel sale manchado de sangre.

Ojos desorbitados del médico y de la enfermera; crispación de puños y subida acelerada de la adrenalina.

—Pero, oiga, usted. ¿Qué clase de broma es esta? A usted ¿quién la manda aquí?

—El médico de cabecera.

—¿Cómo que el médico de cabecera? Pero usted ¿qué le ha contado?

—Pues nada porque no había tiempo, que yo tenía el número 85 y detrás de mí estaba la sala de espera llena. Yo solo entré y, para no tardar, le pedí al médico un volante para el culista. Y aquí estoy.

El oftalmólogo descargó la adrenalina a través de una carcajada y en el fondo de su alma compadeció a su colega generalista que en esta ocasión se había pasado de perspicaz al «traducir» el lenguaje de aquella mujer.

On Fernando A. Navarro Off

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