El reenfoque de la ciencia biomédica es, o debería ser, el eje principal del cambio que está produciendo la pandemia COVID-19 en la actividad del mundo. La investigación cardiovascular está en el núcleo de este reto. Es difícil digerir el conocimiento ingente que se ha generado desde la explosión de la infección, pero incluso su observación panorámica indica claramente la obligación de priorizar el estudio del papel cardiovascular en esta pesadilla.
Urge una definición precisa de la responsabilidad del SARS-CoV-2 frente a la de otras patologías en el exceso de mortalidad observado durante la primera expansión de la pandemia y en los brotes posteriores. El sistema de Monitorización de la Mortalidad diaria (MoMo, Centro Nacional de Epidemiología, septiembre 2020) ha detectado en España tres periodos de exceso de muertes, con un pico cercano a 45.000 decesos más de los esperados en la fase álgida de la infección (marzo-mayo de 2020), lo que representa un exceso de mortalidad superior al 60% a nivel nacional, que ha rozado el 200% en áreas particularmente castigadas, como Madrid.
Los individuos mayores de 74 años han sido los más afectados. En los periodos posteriores (27 de julio al 15 de agosto de 2020 y 17 al 29 de agosto de 2020), el exceso medio de muertes no ha superado el 20% concentrándose en los mayores de 74 años y menores de 65 años. Sabemos que el SARS-CoV-2 no es el responsable directo de todo este exceso, atribuible también en gran medida al efecto de las enfermedades no trasmisibles, normalmente concentradas en los sectores de edad más afectados por el exceso de mortalidad peri-COVID 19, en los que causan siempre más del 70% de todas las muertes.
Lógicamente, la responsabilidad cardiovascular en estos hechos tendría que ser muy alta, lo que debe confirmarse de cara a la implementación de las medidas sanitarias y asistenciales procedentes. No existen disculpas para no afrontar este problema coincidiendo con el nuevo brote de la infección que vivimos ahora.
Al hilo de ello, es muy sorprendente el marcado descenso de la demanda de atención cardiovascular urgente que se observó globalmente durante la primera expansión de la pandemia. Efectivamente, el número de pacientes atendidos por infarto de miocardio descendió en todo el mundo entre el 30-50% durante el periodo más activo de la infección, y lo mismo pasó en relación con otros procesos cardiacos graves como la insuficiencia cardiaca avanzada o el trasplante de corazón. Averiguar las razones de este hecho es obviamente prioritario.
Sería hipócrita esgrimir que no se demandó ayuda solamente por el temor de los pacientes a infectarse en el hospital. Y quizás sea exagerado culpar únicamente a los sistemas sanitarios colapsados, que, en los peores momentos, no pudieron responder a otra demanda distinta a la derivada de los estragos de la infección. Es plausible, pero también ingenuo, pensar que algún efecto beneficioso del confinamiento, como el reposo o la menor polución ambiental, han podido reducir el riesgo de agudización de las patologías cardiovasculares.
Quizás sea más sensato intentar averiguar si este fenómeno sorprendente se relaciona con efectos biológicos del SARS-CoV-2 que puedan haber acelerado las agudizaciones cardiovasculares, provocando la muerte de los pacientes antes de que hayan podido obtener asistencia. Son relevantes en este sentido las experiencias concordantes de Paris y de Lombardía, demostrativas de la estrecha relación entre la infección y el incremento en la incidencia de la parada cardíaca extrahospitalaria, que ha alcanzado un exceso del 50% durante la peor fase de la pandemia en comparación con el mismo periodo del año previo, habiéndose podido demostrar infección por SARS-CoV-2 en más del 70% de las paradas cardiacas extrahospitalarias atendidas.
En la búsqueda de soluciones prácticas para evitarlo, cabe preguntarse en cuantas otras situaciones el desenlace ha sido fulminante haciendo imposible la atención, y en qué medida ello está detrás de la mortalidad indirecta observada durante la infección COVID-19.
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La muerte fulminante es solo una de las consecuencias de la relación deletérea entre la COVID-19 y el sistema cardiovascular. Hemos aprendido que los pacientes cardiovasculares son muy proclives a infectarse por SARS-CoV-2, y que el curso de la infección de cualquier parénquima es en ellos mucho más grave. Además, el virus afecta a la totalidad del sistema vascular, produciendo trombosis y embolias con trascendencia trágica.
"Sería hipócrita esgrimir que no se demandó ayuda solamente por el temor de los pacientes a infectarse en el hospital"
Finalmente, el SARS-CoV-2 tiene una especial afinidad por tejido miocárdico, lo que se traduce en miocarditis y fibrosis, así como en disfunción aguda y subaguda (y quizás crónica) de la electrofisiología y de la mecánica ventricular, con fallo de bomba y arritmias o bloqueos de diferente gravedad.
Parece que la inflamación y la disfunción endotelial dominan los mecanismos de este problema en su conjunto, pero se desconocen detalles cruciales, como los referentes a la vulnerabilidad individual y su modulación genética, a la relación de su magnitud con la gravedad de la infección, a la duración y trascendencia de sus efectos y a las dianas terapéuticas en las que debe apoyarse su neutralización. La caracterización exhaustiva de todo ello en pacientes infectados, con o sin síntomas, es sin duda la principal obligación de la biomedicina cardiovascular en este campo.
Se dibuja así la necesidad de subrayar la gran importancia del sistema cardiovascular en la infección por SARS-CoV-2 y sus secuelas. Y de establecer en este terreno las prioridades del estudio de la pandemia, desde una perspectiva multidisciplinar que incluya la aplicación coordinada de las herramientas de investigación básica, epidemiológica y clínica.
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