La disyuntiva entre salud y economía es equívoca. En primer lugar, porque se trata de dos elementos inconmensurables: la salud es un valor, a diferencia de la economía, que es una disciplina que define medios y cursos de acción para la realización de valores (utilidad, eficiencia, justicia). En segundo lugar, porque nuestro deber ético es realizar simultáneamente todos los valores en juego, y no jerarquizar y priorizar uno en detrimento de los demás; esta será una decisión éticamente subóptima.
Esta nueva fase exige configurar la relación entre salud y economía a través de un cambio de perspectiva y de significado de los valores en juego. Las primeras semanas del estado de alarma centraron su preocupación en la protección de la salud individual y la salud pública, caracterizadas por contraposición a su antónimo, la enfermedad. Las prioridades fueron la curación de los pacientes con la COVID-19 y evitar el contagio a otras personas; es decir, erradicar la enfermedad en cada individuo y en la comunidad.
"Esta nueva fase exige configurar la relación entre salud y economía a través de un cambio de perspectiva y de significado de los valores en juego"
Ahora deberíamos elegir una concepción de salud distinta. No vale la que acabo de mencionar, que resulta muy restringida, ni tampoco la célebre definición del Preámbulo de la Constitución de la Organización Mundial de la Salud (OMS, 1946): “la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”, que apunta a una finalidad inalcanzable individual y socialmente. Propongo, en cambio, guiarnos por la perspectiva biopsicosocial de la Clasificación internacional del funcionamiento, de la discapacidad y la salud(CIF-OMS, 2001), que concibe la salud como resultado de la interacción del individuo con el entorno y como capacidad para participar en la comunidad y desarrollar una vida significativa. Además de la CIF-OMS, el documento Los fines de la medicina (Hastings Center, 1996) o el denominado enfoque de las capacidades (Martha C. Nussbaum, Amartya Sen) postulan una concepción de salud semejante.
Y así llegamos a un segundo factor crucial para definir la salud ignorado en la fase previa. Gozar de salud no es únicamente una cuestión individual, sino también social, y requiere un mínimo de igualdad, pues la salud es consecuencia de las condiciones en las que vive cada persona. Por ello, una sociedad justa no puede limitarse a proteger la salud, sino que debe intervenir también en los determinantes sociales de la salud, es decir, las condiciones en las que las personas nacen, crecen, viven, trabajan y envejecen, y el amplio conjunto de fuerzas y sistemas que configuran su vida diaria, entre ellos la políticas y sistemas económicos, las agendas de desarrollo, las normas sociales, las políticas sociales y los sistemas políticos (OMS-CDSS, 2009).
En suma, es necesario ampliar perspectiva. En primer lugar, porque es un imperativo ético universalizar el cuidado de la salud, ya que sus destinatarios no son solo las personas afectadas por la COVID-19, sino todas aquellas con necesidades de atención y cuidados. En segundo lugar, porque en algunas situaciones existen necesidades y valores individuales que gozan de prioridad frente a la salud (como ya ha sucedido en las primeras semanas: p. e. el acompañamiento). En tercer lugar, porque las necesidades económicas, laborales o educativas son indispensables para garantizar, precisamente, la salud, y no solo aquella salud biomédica opuesta a la enfermedad, sino esta noción biopsicosocial, global y ecológica de salud concebida como capacidad y participación significativa en la comunidad.
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