Dos pasajes de la picaresca Vida del polímata salmantino Diego de Torres Villarroel permiten apreciar con claridad cómo cambió su actitud ante el ejercicio de la medicina antes y después de haber estudiado la ciencia de Hipócrates.
Trozo segundo
Sin el susto del encuentro que tenía, y sin haber padecido más descomodidades que las que por fuerza ha de pasar el que camina a pie y sin dinero, llegué a la celebérrima Universidad de Coímbra. Presenté a mi persona en los sitios más acompañados del pueblo y, ensartándome en las conversaciones, persuadí en ellas que yo era químico y mi primer ejercicio el de maestro de danzar en Castilla. Contaba mil felicidades de mis aplicaciones en una y otra facultad. Mentía a borbollones, y la distancia de los sucesos y mi disimulo ―y las buenas tragaderas de los que me oían―, hicieron creíbles y recomendables mis embustes. Confiado en las lecciones que había tomado en Salamanca en el arte de danzar y en unas recetas desparramadas de un médico francés que tenía en la memoria, me vendí por experimentado en uno y otro arte.
El ansia de ver el hombre nuevo (que es general en todas gentes y naciones) me juntó alegres discípulos, desesperados enfermos y un millón de aclamaciones necias, hijas de la sencillez, de la ignorancia y del atropellamiento de la novedad. Yo sembraba unturas, plantaba jarabes, injería cerotes y rociaba con toda el agua y los aceites de mi recetario a los crónicos, hipocondríacos y otros enfermos impertinentes, raros y cuasi incurables. Recogía el mismo fruto que los demás doctores sabios, afortunados y estudiosos, que era la propina, el crédito, la estimación, el aplauso y todos los bienes e inciensos que les da la inocencia y la esperanza de la sanidad. En orden a los sucesos tuve mejor ventura o más seguro modo para lograrlos favorables que el Hipócrates, porque a éste y cuantos siguieron y siguen sus aforismos y lecciones se les murieron muchos de los que curaban, otros salían a puerto y otros se quedaban con los achaques. De mis emplastados y ungidos ninguno se murió, porque las recetas no tenían virtud para sanar ni para hacer daño; algunos sanaban con la providencia de la naturaleza y a los más se les quedaba en el cuerpo el mal y la medicina, y la aprehensión les hacía creer algún alivio. Fui, no obstante mi necesidad, mi arrojo e ignorancia, un empírico considerado y más prudente que lo que se podía esperar de mi cabeza y mis pocos años, porque no me metí con enfermo alguno de los agudos, ni tuve el atrevimiento de administrar purgantes, ni abonar ni maldecir las sangrías. Bien penetraba mi poca filosofía lo peligroso de éstos y lo poco importante de mis apósitos; y con esta seguridad y conocimiento vivíamos todos, mis dolientes con sus achaques y yo con sus alabanzas y dineros.
Trozo tercero
Aconsejome [don Agustín González, médico de la real familia y] famoso físico, viéndome vago y sin ocupación alguna, que estudiase medicina; y condescendiendo a su cariñoso aviso, madrugaba a estudiar y a comer en su casa, porque a la mía el pan y los libros se asomaban muy pocas veces. Estudié las definiciones médicas, los signos, causas y pronósticos de las enfermedades, según las pinta el sistema antiguo, por un compendio del doctor Cristóbal de Herrera. Parlaba de las especulaciones que leía con mi maestro; y desde su boca, después que recogía en la conferencia lo más escogido de su explicación, partía al hospital y buscaba en las camas el enfermo sobre quien había recargado aquel día mi estudio y su cuidado. De este modo, y conduciendo de caritativo o de curioso el barreñón de sangrar de cama en cama, y observando los gestos de los dolientes, salí médico en treinta días, que tanto tardé en poner en mi memoria todo el arte del señor Cristóbal. Leí por Francisco Cypeio el sistema reciente, y creo que lo penetré con más facilidad que los doctores que se llaman modernos, porque para la inteligencia de esta pintura es indispensable un conocimiento práctico de la geometría y de sus figuras, y esta la ignoran todos los médicos de España. Llámanse modernos entre los ignorantes, y han podido persuadir que conocen el semblante de esta ingeniosidad, sin más diligencia que trasladar el recetario de los autores nuevos.
El que pensare que escribo sin justicia, hable o escriba, que yo le demostraré esta innegable verdad. El saber yo la medicina y haberme hecho cargo de sus obligaciones, poco fruto y mucha falibilidad, me asustó tanto que hice promesa a Dios de no practicarla si no es en los lances de la necesidad y en los casos que juré cuando recibí el grado y el examen. Solo profesan la medicina los que no la conocen ni la saben, o los que hacen ganancia y mercancía de sus récipes. Esto parece sátira, y es verdad tan acreditada que tiene por testigos a todos, y los mismos que comen de esta dichosa y facilísima ciencia.
Su cambio es sorprendente, pero puedo entenderlo. Salmantino como él, estudié los seis años de medicina, me licencié con premio extraordinario, aprobé el examen MIR, completé también la formación especializada; más luego, ya con mi título de médico especialista, no llegué a ejercer nunca como médico y aún a día de hoy sigo colegiado con la coletilla «sin ejercicio» en el Colegio Oficial de Médicos de Salamanca. Al igual que nuestro colega Diego de Torres Villarroel, además, me gano la vida con las palabras en lugar de con el fonendo o la bata blanca. No sé, puede que sea cosa de las aguas del Tormes.
Fernando A. Navarro
La actitud de Torres Villarroel ante el ejercicio de la medicina cambió de modo radical antes y después de haber estudiado la ciencia de Hipócrates. Off Fernando A. Navarro Offvia Noticias de diariomedico.... https://ift.tt/350quL5
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