Elizabeth Holmes fundó Theranos en 2003, cuando era una prometedora estudiante de Química en Stanford. Tenía 19 años, una idea ambiciosa que iba a revolucionar la tecnología de los análisis de sangre y muy pocos escrúpulos. En poco tiempo dejó los estudios porque su objetivo era “hacer mucho dinero”, logró rodearse de algunos de los mejores ejecutivos del mundo de los negocios y un puñado de inversionistas capaces de venderte a su propia madre con tal de subir hasta los dorados salones del Olimpo de las start-ups, llenos de futbolines y cómodos sofás con formas raras. En 2014, con su empresa valorada en más de 9.000 millones de dólares, Holmes era la nueva Steve Jobs, la reina del cotarro, la Beyoncé de la biotecnología.
El caso Theranos es el mejor ejemplo posible de la inagotable arrogancia de Silicon Valley
Pero como bien saben los físicos, todo lo que sube tiene que bajar, y el castañazo fue tan doloroso como el del Coyote cuando cae por el precipicio tras su enésimo intento frustrado de atrapar al Correcaminos: la tecnología que quería patentar Holmes era tan poco fiable como uno de los artilugios marca ACME. El escándalo todavía colea, y esta mentirosa compulsiva con delirios de grandeza se somete estos días a un juicio que podría acabar con una sentencia de 20 años de cárcel por fraude.
El caso Theranos es el mejor ejemplo posible de la inagotable arrogancia de Silicon Valley y su creciente interés en temas relacionados con la salud. Los Jeff Bezos, Elons Musks y Mark Zuckerbergs de este mundo, cuando no están ocupados con sus viajes espaciales o diseñando maneras de eludir impuestos y leyes antimonopolio, parecen dispuestos a poner patas arriba el mundo de la medicina. Pero, fíjate tú, les gustan tanto los atajos y las ideas “disruptivas” que lo de contratar a verdaderos expertos y financiar proyectos de investigación a largo plazo les debe parecer una vulgaridad. Ellos prefieren acoger con entusiasmo a los visionarios de turno, gurús de la tecnociencia que no son más que una evolución sofisticada de los vendedores de aceite de serpiente del Oeste americano. ¿Contrastar la viabilidad de sus ingenios con experimentos y pruebas empíricas y verificables, como hacen los científicos? ¡Bah, eso es de cobardes!
De hecho, la estrepitosa caída en desgracia de Holmes no ha detenido la fiebre por los dispositivos milagrosos capaces de diagnosticar decenas de enfermedades con unas gotas de sangre: varias firmas de inversión se dejaron 200 millones el año pasado en financiar a tres start-ups que están desarrollando máquinas similares a la de Theranos. Ya se sabe, la lotería a veces toca y los humanos tropezamos una y otra vez con la misma piedra hasta que le cogemos el gusto.
El objetivo último de algunas de estas iniciativas patrocinadas por candidatos a convertirse en el próximo supervillano de Marvel y empresas cada vez más parecidas a la Skynet de Terminator es el colmo de la megalomanía: revertir el envejecimiento y conseguir la inmortalidad. Casi nada. Calico Labs, en la órbita de Google, Altos Labs, del empresario ruso-israelí Yuri Milner, y la Chan Zuckerberg Initiative apuestan por reprogramar las células para rejuvenecer el cuerpo humano.
Muy filántropos y mucho filántropos que diría Rajoy, pero siempre los primeros de la fila
Tienen tanto dinero que es muy posible que, tarde o temprano, lo logren, pero eso es casi lo de menos. Lo de más es la arrogancia sin límites, el desprecio por la revisión entre pares y el secretismo del que se aprovechan para, en caso de éxito, beneficiar solo a unos pocos. Muy filántropos y mucho filántropos que diría Rajoy, pero siempre los primeros de la fila.
“Necesitas cosas fáciles de entender para captar la atención de estos tipos de Silicon Valley. Si lo consigues, recibes cientos de millones de dólares. Luego se descubre que no funciona y entonces es cuando nos llaman a nosotros y nos dicen: ‘¿Hey, y ahora qué hacemos? Es como darle un cepillo y pasta de dientes a alguien que sólo sabe lavarse la boca con los dedos. ¿Por qué no se lo das a gente que sabe utilizarlos desde el principio?”.
Esto me contaban hace unos años Michael e Irina Conboy, biólogos moleculares de la Universidad de Berkeley expertos en parabiosis cuyo trabajo recibía mucha menos atención que el de Jesse Karzamin, un oportunista que prometía convertir las transfusiones de sangre joven en el elixir de la eterna juventud a través de su start-up Ambrosia. Un timo más grosero que el del tocomocho.
Por si las iniciativas biomédicas no funcionan, en Silicon Valley también experimentan con otros ámbitos relacionados con la salud, sometiéndose a tratamientos de hipoxia, ayuno de dopamina, microdosis diarias de LSD y psilocibina… cualquier cosa de la que puedan presumir en redes sociales.
Ahí tenemos a Jack Dorsey, CEO de Twitter, entregado en cuerpo y alma a la doctrina del “punto mental centrado” (¿?) y al poder rejuvenecedor del ayuno intermitente. Llevada al extremo, esta dieta de moda puede ser de todo menos saludable, además de hacer proclive a quien se somete a ella a tomar decisiones impulsivas. Dorsey puede estar a dos telediarios de vender su multimillonaria compañía para convertirse en anacoreta en mitad del desierto de Mojave. Eso sí que sería trending topic.
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