En el año 2003 Europa sufrió una de las peores olas de calor que se recuerdan, con temperaturas en agosto de 47 ºC en el Alentejo portugués, de 46 ºC en Córdoba, de 40 ºC en París y Roma, de 38 ºC en Londres y en varias ciudades alemanas... Aunque las cifras de fallecidos, como ocurre ahora con las provocadas por la covid-19, fueron dispares y controvertidas en cada país según la entidad que las calculaba, se estima que hubo unas 15.000 en Francia, 9.000 en Alemania, unas 10.000 en Italia, 1.300 en Portugal y 6.500 en España, según el Centro Nacional de Epidemiología.
En agosto de ese año, según datos del Instituto Nacional de Estadística, en España murieron 34.720 personas, frente a 35.814 en enero y 36.161 en diciembre. Al año siguiente, 2004, murieron 28.895 en agosto, 36.484 en enero y 35.744 en diciembre. Como es sabido, enero y diciembre son los meses con más mortalidad del año, pues el frío suele venir acompañado de gripes, bronquiolitis y otros patógenos respiratorios.
Nuestro país parece que en aquel año se defendió mejor que otros, quizá por una ‘cultura del calor’ más arraigada que en el resto de Europa y por una progresiva adaptación al paulatino aumento de las temperaturas en todo el mundo.
Aunque parezca paradójico, a tenor de los apocalípticos mensajes que llegan sobre los peligros del cambio climático, “la mortalidad por calor está bajando; la temperatura a partir de la cual aumentan los fallecimientos es cada vez más alta, es decir, cada vez hace falta más calor para que aumenten las muertes atribuibles a él”, dice Julio Díaz Jiménez, director de la Unidad de Referencia en Cambio Climático, Salud y Medio Ambiente de la Escuela Nacional de Sanidad del Instituto de Salud Carlos III, en Madrid.
Mitigación y adaptación
Aclara enseguida que eso no significa que el aumento continuo de las temperaturas, en parte propiciado por la contaminación industrial y el progreso del bienestar, sea bueno. Pero traslada el necesario énfasis actual en las políticas de mitigación del calor -reducción del CO2, de las emisiones tóxicas, etc.- hacia la adaptación. “Debido al calor acumulado en los océanos, las temperaturas van a seguir subiendo, aunque reduzcamos las emisiones contaminantes”. Se trata, por tanto, de frenar en lo posible ese calor antropogénico y de establecer medidas que ayuden a la adaptación al aumento de las temperaturas.
En un artículo que Julio Díaz y su equipo -Cristina Linares, José Antonio López Bueno, Miguel Ángel Navas y Dante Culqui- acaban de publicar en la revista Science of The Total Environment, confirman esa adaptación al aumento de las temperaturas provocado por el calentamiento global. “En un gráfico de coordenadas X-Y hemos representado la temperatura máxima diaria (eje X) frente a la mortalidad diaria que se produce a esa temperatura (eje Y); esta gráfica tiene forma de V. El vértice de esa V es lo que denominamos Temperatura de Mínima Mortalidad (TMM); a la derecha de esa TMM se representaría la mortalidad atribuible al calor y a la izquierda la mortalidad por frío".
La TMM no es estática, sino que evoluciona con el tiempo: "Un desplazamiento de esa TMM hacia valores más altos podría interpretarse como que cada vez hace falta más calor para que aumente la mortalidad, y podría ser indicador de la adaptación poblacional al calor".
Su investigación precisa que la temperatura máxima diaria en España en el periodo 1983-2018 ha aumentado a un ritmo de 0,41 ºC por década, mientras que la TMM -indicador que se ha determinado para todas las provincias españolas y para cada año- ha aumentado de media a un ritmo mayor, de 0,64 ºC por década. “Es decir, la TMM se ha desplazado a mayor ritmo que la temperatura creciente derivada del calentamiento global, por lo que podría hablarse de adaptación al calor de la población española”.
Heterogeneidad geográfica
En todo caso, Julio Díaz matiza que se observa una importante heterogeneidad geográfica: en algunos territorios, la TMM ha mantenido un ritmo de incremento muy superior a la media de 0,64ºC por década, mientras que en otros ni siquiera se ha producido incremento en la TMM, sino cierta disminución a lo largo del tiempo. Por ejemplo, “Córdoba, con sus casas pintadas de blanco, se ha adaptado a un aumento de 1,8 ºC y en cambio Valladolid ha sufrido proporcionalmente más muertes”.
Puede que haya cierta adaptación fisiológica, como ocurre en poblaciones ecuatoriales o en personas que viven a 3.000 metros de altitud, pero sobre todo influyen otros factores como la mejora de las infraestructuras y viviendas, la pirámide poblacional, la disponibilidad de agua y aire acondicionado, en especial en hospitales y residencias, las zonas verdes, la educación en medidas preventivas -no hacer deporte a las 3 de la tarde con 35 ºC a la sombra, no tomar el sol a partir de las 12 de la mañana, hidratarse, llevar gorras, etc.- y las mejoras sanitarias.
Más paradojas: las ciudades se han adaptado mejor que las zonas rurales, al igual que las zonas más calurosas. Y los rangos siempre dependen de cada lugar. “En la ciudad de Madrid se empieza a hablar de ‘ola de calor’ a partir de los 36 ºC, pero en Córdoba a partir de 40 ºC, en Cantabria a partir de 32 ºC y en La Coruña a partir de 26 ºC. Vivimos en nichos ecológicos -puntualiza Julio Díaz-: en Madrid 30 ºC no es calor excesivo, pero sí lo es en La Coruña”. Influyen, claro está, otras variables como la humedad, el viento y esa ‘cultura del calor’ de cada provincia. Sin olvidar la llamada pobreza energética: “En los barrios más pobres sufren más las consecuencias del calor, por falta de aire acondicionado y también por falta de dinero para pagar la factura de la luz”.
El percentil 95
Julio Díaz, especializado en Física de la Tierra y del Cosmos, recuerda cómo en 2004, después de la mencionada ‘ola de calor’ de 2003, la ministra de Sanidad Ana Pastor reunió a un grupo de expertos para elaborar un plan de prevención. “Concluimos que a partir del percentil 95 de temperaturas máximas es cuando la gente empieza a morir por culpa del calor. Entonces propusimos articular ese plan de prevención basado en el percentil 95, cuando se superan los máximos, que en Madrid, por ejemplo, son 36,5 ºC, en Sevila 41 ºC, en Galicia 26 ºC o en Barcelona 30 ºC”.
Esos baremos son los que ahora emplean Sanidad y la Agencia de Meteorología. Pero no bastan, advierte Díaz. “Si en una región hay más viejecitos, ese percentil es más bajo; es decir, el umbral de calor -el percentil- disminuye para que empiecen a morir”. No son por tanto valores estándar, pues dependen de numerosas circunstancias, de infraestructuras, riqueza, nivel sanitario, etc.
Que nos hayamos adaptado con rapidez y holgura a la subida de las temperaturas, ese desplazamiento de la TMM de 0,6 ºC por delante de la subida de 0,4 ºC por década, es una buena noticia. Ahora bien, todo tiene sus límites. “Mientras el aumento sea de esos 0,4 ºC, y hasta cierto punto, claro, no hay gran problema, pero a medida que sigan subiendo las temperaturas habrás más olas de calor y más muertes”.
Te mata la velocidad de la bala
Julio Díaz reitera que no hay que confundir las muertes por calor, en las que se basa esa TMM, con las ocasionadas por las olas de calor. “A partir de 36 ºC en algunas ciudades la mortalidad se dispara a un ritmo del 13% por cada grado”. Y recuerda que esas muertes no son directas, sino que el calor exacerba enfermedades neurológicas, respiratorias y cardiacas. De las 6.500 muertes del 2003, sólo 169 se debieron a golpes de calor -frente a 9 en el año 2002- y 191 a la deshidratación (71 en 2002).
“Sin esa adaptación al calor creciente y si los aumentos por década superan el umbral de los 0,6 ºC, las 1.300 muertes anuales por calor del periodo 2000-2010 pasarán a 12.000. No te mata la bala sino la velocidad que lleva esa bala”, añade gráficamente.
El calor por otro lado suele acarrear más incendios y sequías, más enfermedades alimentarias y más deterioro medioambiental. “Cuando a Canarias o a España se desplaza el famoso polvo del Sáhara, hay más contaminación, más partículas dañinas, sube el ozono, etc. Lo que necesitamos no son planes exclusivos contra el calor sino planes integrados y actuaciones que tengan en cuenta todos los factores implicados. La protección del medio ambiente no se ciñe solo al lince y la avutarda, sino sobre todo a la salud humana”. Aboga en consecuencia por consejerías no solo de biodiversidad sino sobre todo de sanidad y medio ambiente.
“El desafío es cómo mantenemos este ritmo de adaptación de 0,6 ºC por década que hemos conseguido en España”. Por ahora, las perspectivas no son pesimistas. Los modelos de predicción de la Agencia Española de Meteorología indican que la temperatura máxima diaria en el horizonte temporal 2051-2100 en un escenario de altas emisiones de CO2 (RCP 8,5) va a crecer a un ritmo de 0,66 ºC por década, es decir, "prácticamente al mismo ritmo con el que nos estamos adaptando al calor. Adaptarse al calor es por tanto clave, ya que hacerlo supone que no se va a producir un drástico incremento de la mortalidad por calor en los próximos años, como sugieren algunos otros estudios que hemos realizado en España".
Que me quede como estoy
¿Pero no sigue siendo más letal el frío que el calor? “Por supuesto -responde Díaz-. El frío, con sus infecciones y desajustes, puede causar un 25% más muertes, como se ve todos los años en la mortalidad por meses. Pero una ola de frío origina en España unas 1.000 muertes al año y una de calor unas 1.300. Hay entonces más mortalidad por las olas de calor, aunque en los meses fríos se acumulen más muertes, y cada vez habrá más olas de calor”. Además, y cita un trabajo que hicieron en Lituania, esa supuesta disminución de muertes invernales por el aumento de las temperaturas no compensa la derivada del mayor calor. “Mejor dejar las cosas como están”, concluye en modo epicúreo.
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