Hemos comprobado como la pandemia de la covid-19 ha actuado como un revulsivo social: ha cambiado hábitos, perspectivas y conceptos. También ha servido para que, a nivel global, nos cuestionemos aspectos sustanciales de nuestra propia existencia; para que afloren sentimientos dispares, como la vulnerabilidad, la impotencia, la ilusión, la esperanza o la confianza, ya sean aplicados a las personas, a las instituciones políticas o sanitarias, a los investigadores, a los medios de comunicación, etc. Asimismo, ha modificado la percepción de determinadas profesiones. En esta colaboración quiero reflexionar sobre una figura que se ha visto deteriorada, y que considero que es necesario recuperar. Me refiero al experto en el ámbito sanitario y científico.
Hasta hace poco tiempo, cuando se calificaba a un profesional como experto se transmitía un mensaje claro e inequívoco: se trataba de un conocedor a fondo de un sector de la realidad, de un especialista riguroso y al margen de presupuestos ideológicos o políticos. De ahí que, por ejemplo, si un experto indicaba que un determinado medicamento era conveniente o que un programa de vacunación era beneficioso, su pronunciamiento trasladaba verdadera tranquilidad a la población. La razón de fondo era clara: su conocimiento, independencia y rigor le otorgaba confianza, en definitiva, era una persona verdaderamente confiable.
Sin embargo, en estos últimos años esta definición se ha ido devaluando. En concreto, en lo que se refiere a los expertos en materias biosanitarias, al amparo de la era del covid-19, se ha ido desarrollando una figura paralela al auténtico experto: la del profesional que, dependiente y subordinado al poder político o económico, es capaz de avalar informaciones sesgadas, prematuras o no rigurosas. Es más, en algunas ocasiones se trata de personas que no son especialistas en la materia, y que se atreven a pronunciarse sobre cuestiones que no son rigurosamente de su competencia, llegando incluso hasta extremos temerarios, al difundir sus opiniones a través de los medios de comunicación. Pero el colmo de la devaluación de esta figura es la situación que se ha vivido en España: se ha llegado a tomar decisiones sanitarias con el respaldo de comités de expertos que, en realidad, no existen.
Frente a esta deplorable realidad, es de vital importancia recuperar el crédito de la figura del experto: un profesional, un investigador, que es capaz de aportar una información objetiva, veraz y rigurosa a la población; una información que es el resultado de su estudio, de su conocimiento especializado. Dicha información es el presupuesto básico del necesario respeto a la autonomía del paciente.
La pregunta es: ¿Cómo se puede lograr rehabilitar esta figura? No es fácil responder a esta cuestión de forma sencilla. En cualquier caso, urge realizar una reflexión a distintas bandas.
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