Vivimos en la era de la inmediatez. “Lo quiero para ayer” es la frase favorita de los jefes y nuestra atención no va más allá de los 15 segundos que dura un vídeo de TikTok. La gratificación instantánea es la norma y la recompensa del ahora, nuestra condena. Por eso conviene recordar y convertir en lema universal del sentido común aquello de “la paciencia es la madre de la ciencia”.
Y es que la ciencia tiene -o debería tener- un ritmo más pausado frente a este vértigo de la sociedad hiperconectada, una cadencia propia basada en la pura y sosegada observación y en la milenaria metodología del ensayo y el error. Así lo atestiguan algunos de los descubrimientos más importantes desde que andamos sobre dos piernas… y también algunos de los más absurdos.
Viajemos por un momento a Delft (Holanda) en 1667, cuando el comerciante de telas Anton van Leeuwenhoek empezó a utilizar los primeros microscopios para estudiar la vida que le rodeaba, tanto en su casa como fuera de ella. Al principio, las observaciones eran fruto del azar y el momento en que Leeuwenhoek vio las primeras bacterias en agua infusionada con granos de pimienta llegó después de cientos, miles de horas de búsqueda y frustración.
El paciente Leeuwenhoek no cejó en su empeño, pese a que la Royal Society londinense le hizo tanto caso a las cartas que enviaba con sus descubrimientos como se lo hacemos nosotros a las llamadas de los teleoperadores que quieren que cambiemos de compañía telefónica. Ninguno.
Así, Leeuwenhoek iba a convertirse en un incomprendido “astronauta de la miniatura”, como lo llama el biólogo Rob Dunn en el magnífico libro ¿Solo en casa? (Alianza Editorial). Durante más de cinco décadas de su vida, Leeuwenhoek erigió un monumento a la paciencia documentando sistemáticamente todo lo que le rodeaba. Tras su muerte, la biología oficial tardó 200 años en llegar a las mismas conclusiones que este científico amateur, que suplió sus carencias educativas con inauditas dosis de curiosidad y perseverancia.
El mismo celo por demostrar algo es el que llevó a Thomas Parnell, de la Universidad de Queensland (Australia) a enseñar a sus alumnos por qué la brea, los restos de la destilación del petróleo crudo, podía ser líquida. Sólo le hizo falta echarle mayores dosis de paciencia que las de un monje zen. Primero calentó un poco de brea y la vertió en un embudo de vidrio de tallo sellado. Tres años después, cortó el tallo del embudo y la brea empezó a fluir. Pero muy, muy, muy despacio. Tanto, que pasaron ocho años en que cayera la primera gota.
Como no se le veía mucha utilidad, el experimento quedó relegado a un armario, hasta que en 1961 John Mainstone se enteró de su existencia y lo devolvió a su legítimo lugar. Sin embargo, no tuvo suerte y, por una cosa o por otra, nunca consiguió ver con sus propios ojos caer una de esas gotas de brea, que se deslizan cada vez con menor frecuencia. En 1979, la gota cayó en un fin de semana. En 1988, Mainstone estaba fuera del laboratorio tomando unas copas. En el año 2000, la cámara web falló, y el pobre Mainstone murió antes de la caída más reciente, que tuvo lugar en abril de 2014.
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