Este artículo no va de echar la culpa a Vladímir Putin de que tengamos la luz a precio de oro ni nos vamos a meter con él por la guerra de Ucrania, sino que nos referiremos a Andrew V. Nalbandov (1912-1986), un ruso huido de la península de Crimea allá por 1917 por pertenecer a una familia adinerada en la que su padre era botánico, arquitecto y abogado, y que trabajó para el gobierno zarista antes de la revolución. Nalbandov estudió en el exilio y en 1935 dio con sus huesos en los Estados Unidos, donde se llegó a convertir en un líder de la fisiología aviar (aunque, sorprendentemente, no tenga ninguna entrada en la Wikipedia). Vamos a ocuparnos de lo que le ocurrió en 1940, cuando andaba enfrascado en saber para qué valía la hipófisis. Este órgano ya lo describieron los romanos como ‘glándula pineal’ porque decían que se parecía a un piñón, y en él alojó Descartes (con poco tino) el alma y el origen de los pensamientos. Hoy sabemos que es clave para la integración hormonal entre el sistema nervioso y el resto del cuerpo. ¡Ah! Que aunque se llame en inglés pituitary, no es la pituitaria. El lío surge porque Vesalio acuñó en 1543 el término glandula pituitam excipientis en su libro De humani corporis fabrica para lo que creyó que producía la secreción mucosa nasal (en latín, pituita). Aunque pronto se reconociera su error, los términos pituitary y pituitary gland se conservaron en inglés. En español, en cambio, siempre se ha preferido ‘hipófisis’ para la glándula y ‘pituitaria’ para la mucosa nasal productora de moco, al menos hasta que las traducciones literales del inglés nos han «moqueado» la glándula de nuevo.
La única estrategia con la que contaba Nalbandov en esa época para saber qué hacía ese órgano era la hipofisectomía (extirpación quirúrgica de la hipófisis). El problema radicaba en su difícil realización por estar justo debajo del cerebro. Por si esto no bastara, los pollos se le morían a los pocos días de la extirpación. Nalbandov se había resignado a hacer unos experimentos a corto plazo, pero estaba a punto de abandonar esta estresante dinámica cuando, como la mejor de las leyes de Murphy, los pollos empezaron a sobrevivir hipofisectomizados al menos tres semanas, y muchos llegaban hasta los seis meses. El muy ingenuo creyó que era porque de pronto había mejorado la técnica quirúrgica. Pero igual que empezaron a sobrevivir sin previo aviso, también empezaron a morirse de un día para otro, sin previo aviso, tanto los recién operados como los que llevaban meses vivos. Después de muchos fracasos, volvió a tener otro periodo bueno, pero seguía sin saber por qué. Hasta que una noche, muy tarde, cuando volvía a las 2 de la madrugada de una fiesta (sí, hay vida más allá del laboratorio), vio que las luces de la sala de animales estaban encendidas. Entró a apagarlas pensando que era culpa de algún estudiante descuidado. Pero volvió a ver las luces encendidas otra noche que volvía de jarana (desde luego, había mucha mucha vida fuera de su laboratorio), así que investigó por qué no estaban apagadas.
Resultó que había un conserje suplente que, al hacer la ronda nocturna, se «acongojaba» un poco y prefería dejar encendidas las luces de la sala de los pollos para encontrar la salida que estaba en el otro extremo con respecto al interruptor. Al fijarse en los periodos de trabajo de este conserje, comprobó que coincidían con las épocas de enorme supervivencia de los animales hipofisectomizados. Nalbandov diseñó unos experimentos que demostraron que los pollos se morían en oscuridad nocturna, pero con luz casi continua, sobrevivían. También dio con la explicación fisiológica: los pollos en la oscuridad no comían, por lo que desarrollaban una hipoglucemia de la que no se recuperaban durante las horas de luz y morían. En cambio, en luz continua no dejaban de alimentarse, la glucemia se mantenía estable y sobrevivían. Por eso, hoy hay que indicar en todos los trabajos científicos el número de horas de luz y oscuridad de los animalarios e invernaderos, no vaya a ser que nos encontremos otro efecto inesperado de la iluminación.
M. Gonzalo Claros
Nota publicada originalmente en la revista Encuentros en la Biología (vol. XV, n.º 182); reproducida aquí con autorización del autor
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