¿Por qué tenemos que seguir poniéndonos la mascarilla para entrar a la farmacia y no al supermercado? ¿Acaso son inmunes al virus las cajeras, pero no las farmacéuticas? De hecho, la compra en la farmacia suele ser más rápida que en el súper. ¿Y por qué no puedo ir con la cara descubierta a la podóloga, con quien suelo mantener largas charlas, pero sí al barbero, con el que igualmente departo largo y tendido? De hecho, la podóloga se mantiene bastante más apartada que el barbero de mi vía respiratoria. Estas son algunas de las contradicciones de la última regulación española de la era del covid.
La cuestión es la siguiente. El uso de la mascarilla en España sigue siendo obligatorio en los centros y establecimientos sanitarios. El real decreto aprobado el pasado 19 de abril podría haber dicho «hospitales y centros de atención primaria», por ejemplo, para que la cosa fuese sencilla, pero en su lugar dice «centros, servicios y establecimientos sanitarios» y remite a una disposición anterior que define estos lugares: el real decreto 1277/2003. Este decreto contiene en un anexo todo el detalle: los centros sanitarios pueden ser hospitales (con internamiento) o proveedores de asistencia sanitaria (sin internamiento); entre estos últimos están las consultas médicas y los centros de atención primaria, así como clínicas dentales, centros de diagnóstico e incluso bancos de tejidos; por su parte, los establecimientos sanitarios comprenden las oficinas de farmacia, los botiquines, las ópticas, las ortopedias y los establecimientos de audioprótesis.
Pues bien, tras consultar en el Boletín Oficial del Estado dos reales decretos y el largo anexo del segundo, deduzco que me tengo que poner la mascarilla para comprarme unas gafas de sol y para hablar de mi régimen hiperproteico con el nutricionista, pero no me la pondré para comprarme unos pantalones o hablar de mi régimen hipotecario con el banco. Todos estos sinsentidos tienen una razón de ser, en mi opinión más simbólica que científica: y es que, después de dos años de paternalismo epidemiológico, el Estado se resiste a dejar a sus ciudadanos decidir por su cuenta en función de sus circunstancias y preferencias personales. Se resiste a dejar de tratarnos como si fuésemos menores de edad.
Pues bien, tras consultar en el Boletín Oficial del Estado dos reales decretos y el largo anexo del segundo, deduzco que me tengo que poner la mascarilla para comprarme unas gafas de sol y para hablar de mi régimen hiperproteico con el nutricionista, pero no me la pondré para comprarme unos pantalones o hablar de mi régimen hipotecario con el banco. Todos estos sinsentidos tienen una razón de ser, en mi opinión más simbólica que científica: y es que, después de dos años de paternalismo epidemiológico, el Estado se resiste a dejar a sus ciudadanos decidir por su cuenta en función de sus circunstancias y preferencias personales. Se resiste a dejar de tratarnos como si fuésemos menores de edad.
Pero bueno, podría ser peor. Al menos, por fin, a los niños ―a los menores de verdad― ya los han dejado en paz.
Lorenzo Gallego Borghini
En el caso de un hospital, un centro de salud o una farmacia, la cosa está clara; pero un biobanco, un colegio de médicos, una óptica, las oficinas de la Seguridad Social, un establecimiento de ortopedia, la consulta de un médico en su domicilio particular..., ¿son o no son centros sanitarios? Off Lorenzo Gallego Borghini Off
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