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miércoles, 28 de diciembre de 2022

La hostilidad médica

Fernando Navarro
Fernando Navarro
Mié, 28/12/2022 - 10:13
Citas literarias
'El árbol de la ciencia' (1911), del médico y novelista Pío Baroja.
'El árbol de la ciencia' (1911), del médico y novelista Pío Baroja.

Celebramos hoy el sesquicentenario natal de uno de los mejores médicos escritores que ha dado España: Pío Baroja (1872-1956). Para festejarlo, propongo al seguidor del Laboratorio una pequeña lectura, tomada de la novela que, en opinión del propio Baroja, era «probablemente el libro más acabado y completo de todos los míos»: El árbol de la ciencia (1911), en el que relata la vida del médico Andrés Hurtado desde sus años de estudiante de medicina en Madrid hasta su conflicto existencial irresoluble ante el pesar de la existencia y su falta de sentido.

En la quinta parte del libro, «La experiencia en el pueblo», Andrés es nombrado médico titular del ficticio pueblo de Alcolea del Campo, en el límite de Castilla con Andalucía. Una vez allí, comprueba que tendrá que repartirse los enfermos con un médico privado ―don Tomás―, que atiende a los ricos, y con el otro médico titular de la localidad ―Juan Sánchez―, que lleva en Alcolea más de treinta años. Reproduzco dos pasajes del capítulo IV, «La hostilidad médica»:

Una noche llamaron a Andrés del molino de la Estrella, un molino de harina que se hallaba a un cuarto de hora del pueblo. Fueron a buscarle en un cochecito. La hija del molinero estaba enferma; y esta hinchazón del vientre se había complicado con una retención de orina.

A la enferma la visitaba Sánchez; pero aquel día, al llamarle por la mañana temprano, dijeron en casa del médico que no estaba: se había ido a los toros de Baeza. Don Tomás tampoco se encontraba en el pueblo.

El cochero fue explicando a Andrés lo ocurrido, mientras animaba al caballo con la fusta. Hacía una noche admirable; miles de estrellas resplandecían soberbias, y de cuando en cuando pasaba algún meteoro por el cielo. En pocos momentos, y dando algunos barquinazos en los hoyos de la carretera, llegaron al molino.

Al detenerse el coche, el molinero se asomó a ver quién venía, y exclamó:

―¿Cómo? ¿No estaba don Tomás?

―No.

―¿Y a quién traes aquí?

―Al médico nuevo.

El molinero, iracundo, comenzó a insultar a los médicos. Era hombre rico y orgulloso, que se creía digno de todo.

―Me han llamado aquí para ver a una enferma ―dijo Andrés fríamente―. ¿Tengo que verla o no? Porque si no, me vuelvo.

―Ya, ¡qué se va a hacer! Suba usted.

Andrés subió una escalera hasta el piso principal, y entró detrás del molinero en un cuarto en donde estaba una muchacha en la cama y su madre cuidándola.

Andrés se acercó a la cama. El molinero siguió renegando.

―Bueno. Cállese usted ―le dijo Andrés―, si quiere usted que reconozca a la enferma.

El hombre se calló. La muchacha era hidrópica, tenía vómitos, disnea y ligeras convulsiones. Andrés examinó a la enferma; su vientre hinchado parecía el de una rana; a la palpación se notaba claramente la fluctuación del líquido que llenaba el peritoneo.

―¿Qué? ¿Qué tiene? ―preguntó la madre.

―Esto es una enfermedad del hígado, crónica, grave ―contestó Andrés, retirándose de la cama para que la muchacha no lo oyera―; ahora la hidropesía se ha complicado con la retención de la orina.

―¿Y qué hay que hacer, Dios mío? ¿O no tiene cura?

―Si se pudiera esperar, sería mejor que viniera Sánchez. Él debe conocer la marcha de la enfermedad.

―¿Pero no se puede esperar? ―preguntó el padre con voz colérica.

Andrés volvió a reconocer a la enferma; el pulmón estaba muy débil; la insuficiencia respiratoria, probablemente resultado de la absorción de la urea en la sangre, iba aumentando; las convulsiones se sucedían con más fuerza. Andrés tomó la temperatura. No llegaba a la normal.

―No se puede esperar ―dijo Hurtado, dirigiéndose al padre.

―¿Qué hay que hacer? ―exclamó el molinero―. Obre usted...

―Habría que hacer la punción abdominal ―repuso Andrés, siempre hablando a la madre―. Si no quieren ustedes que la haga yo...

―Sí, sí, usted.

―Bueno; entonces iré a casa, cogeré mi estuche y volveré.

El mismo molinero se puso al pescante del coche. Se veía que la frialdad desdeñosa de Andrés le irritaba. Fueron los dos durante el camino sin hablarse. Al llegar a su casa, Andrés bajó, cogió su estuche, un poco de algodón y una pastilla de sublimado. Volvieron al molino.

Andrés animó un poco a la enferma, jabonó y friccionó la piel en el sitio de elección y hundió el trocar en el vientre abultado de la muchacha. Al retirar el trocar y dejar la cánula, manaba el agua verdosa, llena de serosidades, como de una fuente a un barreño.

Después de vaciarse el líquido, Andrés pudo sondar la vejiga, y la enferma comenzó a respirar fácilmente. La temperatura subió en seguida por encima de la normal. Los síntomas de uremia iban desapareciendo. Andrés hizo que le dieran leche a la muchacha, que quedó tranquila.

En la casa había un gran regocijo.

―No creo que esto haya acabado ―dijo Andrés a la madre―; se reproducirá, probablemente.

―¿Qué cree usted que deberíamos hacer? ―preguntó ella humildemente.

―Yo, como ustedes, iría a Madrid a consultar a un especialista.

[...]

Al día siguiente, Sánchez se acercó a Andrés, más apático y más triste que nunca.

―Usted quiere perjudicarme ―le dijo.

―Sé por qué dice usted eso ―le contestó Andrés―; pero yo no tengo la culpa. He visitado a esa muchacha porque vinieron a buscarme, y la operé porque no había más remedio, porque se estaba muriendo.

―Sí; pero también le dijo usted a la madre que fuera a ver a un especialista de Madrid, y eso no va en beneficio de usted ni en beneficio mío.

Sánchez no comprendía que este consejo lo hubiera dado Andrés por probidad, y suponía que era perjudicarle a él. También creía que por su cargo tenía derecho a cobrar una especie de contribución por todas las enfermedades de Alcolea. Que el tío Fulano cogía un catarro fuerte, pues eran seis visitas para él; que padecía un reumatismo, pues podían ser hasta veinte visitas.

El caso de la chica del molinero se comentó mucho en todas partes, e hizo suponer que Andrés era un médico conocedor de procedimientos modernos.

Sánchez, al ver que la gente se inclinaba a creer en la ciencia del nuevo médico, emprendió una campaña contra él. Dijo que era hombre de libros, pero sin práctica alguna, y que, además, era un tipo misterioso, del cual no se podía uno fiar.

En el sesquicentenario natal del médico escritor Pío Baroja (1872-1956), reproducimos dos pasajes de su obra maestra 'El árbol de la ciencia'. Off Fernando A. Navarro Off

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